Al revivir los “primeros tiempos” del Movimiento de los Focolares, las anécdotas de Vittoria Salizzoni, una de las primeras compañeras de  Chiara Lubich, tienen el sabor de historias de familia y una presencia de lo divino que en su pureza y simplicidad encanta y edifica. Los hechos narrados dan testimonio del nacimiento de la aventura de quien cree en el Amor y deja todo por Dios, en medio de la destrucción de la guerra. Más conocida como Aletta, en el libro editado por Città Nuova, ella –la tercera de ocho hermanos- cuenta:

«Mi hermana Agnese, para ir a trabajar a la ciudad, pasaba todos los días por la “busa dei frati”, un refugio antiaéreo excavado en la Plaza Cappuccini donde, en caso de alarma, muchas veces iba Chiara Lubich con otras chicas. Allí leían y dialogaban sobre el Evangelio. Agnese estaba fascinada ante ese nuevo modo de hablar, por la alegría que veía en Chiara y en todas las chicas y me contó su impresión, pero no recuerdo que me hubiese hablado de sus ideales; así, sin saber casi nada, la idea de encontrarme con esas chicas casi no me atraía.

La tenacidad de una amiga me indujo a ir a visitar a esas jóvenes “pero fui sólo para darle gusto”. Así, el 7 de enero de 1945 llegué a la Plaza Cappuccini n°2 de Trento. Lo primero  que vi entrando en la “casita,” fue a una chica que estaba cerca de la pileta de la cocina  amasando pan. Me pareció que había un ángel en esa habitación. Me la presentaron: “Es Natalia, está haciendo en pan blanco con harina de verdad, porque una de nosotros sufre del estómago”. Esa escena me impresionó. Me gustó mucho. Percibí el amor.

Aquél fue un momento decisivo para mi vida. No soy una persona que decide de inmediato y mi naturaleza es directa, pero ese día cambié totalmente. Quedé completamente sin palabras ante el  ambiente que encontré. Estaba encantada de cómo se presentaban, de cómo se movían. En la habitación de al lado, donde había una modestísima pero bella recámara sólo con los colchones, encontré a Chiara que estaba peinando a Graziella. Le estaba haciendo una trenza gruesa, que después le amoldó en la cabeza como si fuera una corona.

Observaba a estas coetáneas mías. Intuí que habían “entendido” a Dios, radicalmente. Su elección no transmitía nada pesado, solemne o austero. Su vida estaba animada por un gran entusiasmo y, siendo jóvenes, todo lo vivían como si fuera un juego. Era, se podría decir, un Dios en versión juvenil. Todo me parecía grande, nuevo, divino. Allí había Amor. Estaba Dios. Yo lo sentí.

Un día, Chiara me explicó cuán radical era su vida: “¿Ves? La vida es breve, como un relámpago. De un momento a otro cae una bomba y podemos morir. Entonces nosotros hicimos el pacto de darle todo a Dios, porque tenemos sólo una vida y cuando nos presentemos delante de Él queremos ser todas suyas. Por eso nos casamos con Dios”.

Esta frase penetró íntimamente en mi corazón. Estaba segura de que también Dios me llamaba a casarme con Él. Esto me dio alas, me cambió la vida: también yo estaba llamada a una aventura bellísima para  transmitir a todos».

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