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En sus 66 años de vida, Christine, focolarina ugandesa, dijo con su vida que en el mundo no hay muros infranqueables. Supo amar a cada uno y en todo lugar con gran apertura: primero como artista del grupo internacional Gen Verde, luego en Italia, al servicio de la focolarinas; y finalmente nuevamente en África, primero en Tanzania y luego en Kenia.

2019 01A principios de los años 70, Chiara Lubich tenía una relación casi diaria con los Gen, los jóvenes del Movimiento de los Focolares. En un mundo en rápida evolución, sacudido por revoluciones de diferentes ideologías y colores, la fundadora de los Focolares los preparaba para la conquista del mundo a través del amor evangélico. Un proyecto de vida que, para ser aceptado, requería dejar todo atrás y saber mirar hacia adelante.

En 1972 en Masaka, en Uganda, Christine Naluyange había hecho su elección. A los veinte años se fue a Fontem (Camerún) para participar en uno de los experimentos más visionarios de convivencia social de la época: vivir en una pequeña ciudad, nacida menos de 10 años antes, donde blancos y negros, sanos y enfermos, cultos y menos convivían para decir a sí mismos y al mundo que la fraternidad es un estilo de vida posible, productivo e incluso exportable.

Hablar de Christine, focolarina africana, solo unos días después de su muerte el 21 de julio debido a una enfermedad agresiva, no solo es un deber, sino que es necesario en momentos como estos en los que en nombre de reivindicaciones se levantan todo tipo de muros o se quiere ver, del continente africano, solo los rostros de los que huyen en busca del futuro.

4En sus 66 años de vida, Christine nunca ha considerado las muchas diferencias encontradas como muros insuperables. Al contrario, las acogió, hizo suya la riqueza de cada persona, pueblo y cultura: primero como artista, durante 23 años como parte del grupo internacional Gen Verde, luego en Italia, en el Centro del Movimiento, al servicio de focolarinas; luego nuevamente en África, primero en Tanzania y luego en Kenia.

Una vida variada, la suya, plena, donde hizo de todo. Pisó escenarios, sirvió a los hermanos y ocupó cargos de responsabilidad; todo con gran naturalidad y normalidad. La suya fue una existencia muy rica de relaciones; se acercaba a las personas con el corazón de una madre, siempre dispuesta más a escuchar que a hablar, a cuidar de cada uno de manera concreta. No en vano, el lema de su vida era una frase del Evangelio que Chiara Lubich había elegido para ella: “Vayan y prediquen el Reino de Dios” (cf. Mc 16,15).
De los muchos testimonios que han llegado en agradecimiento y alabanza a Dios, referimos dos que expresan bien la riqueza humana y espiritual de Christine.

Maricel Prieto, española, que pasó 18 años con Christine en el Gen Verde, escribe: “De ella me viene en mente sobre todo una palabra: “realeza”. Christine era una reina en el escenario, pero también lo era cuando se acercaba a la gente, cuando saludaba a alguien, cuando cargaba o descargaba el material de nuestros camiones, cuando trabajaba en el jardín, cuando preparaba el almuerzo. Y esta no era una simple actitud, sino un constante “calarse” en el momento presente con una firme adhesión a la voluntad de Dios que la hacía siempre disponible, cercana”.

“Después de haber vivido más de la mitad de su vida fuera del continente africano – dice Liliane Mugombozi – Chris, como la llamamos, había adquirido en cierto sentido una ‘cultura’ universal, incluso si – para quien la conocían bien – era una mujer ugandesa, auténtica hija de su tierra. A su lado se experimentaba una gran apertura; ella era un ‘mujer-mundo”. Impactaba su constancia en creer y vivir por la unidad con una mirada amplia, que sabía ir más allá de las injusticias sufridas. ¿Cómo explicar todo esto? Creo que Chris tomó una decisión en la vida: amar e hizo de Jesús crucificado y abandonado su modelo en todos sus esfuerzos de coherencia, de acuerdo con el estilo evangélico de la espiritualidad de la unidad”.

Stefania Tanesini

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