«Una noche, nuestro hijo mayor, de 17 años, no volvió a casa. ¿Qué pensar? Nunca nos había dado estas preocupaciones. Sólo podíamos rezar. Por los padres de dos de sus amigos, a la mañana siguiente, nos enteramos de que los tres se habían ido a Florencia. Algunos querían llamar a la policía, otros decían que iban a echar al hijo de la casa. Mi esposa y yo en cambio, nos mantuvimos tranquilos: habíamos puesto todo en las manos de Dios. Sólo de vez en cuando nos llegaba alguna noticia. A pesar de estar muy dolidos, nos sentíamos más unidos en la familia. En una cosa estábamos de acuerdo: lo recibiríamos con alegría, como en la parábola del hijo pródigo, sin hacerle pesar esta travesura. Después de una semana, los tres volvieron a sus casas. Nuestro hijo, sintiéndose amado, nos aseguró llorando que no volvería a actuar nunca más de esa manera. Luego supimos que otros compañeros de aventura fueron tratados de modo distinto. Comprendimos una vez más la fortuna de tener una familia en la cual se trata de vivir según el Evangelio». F.A. – Roma
Un dolor compartido
«El padre y una hermana de una compañera de clase de mi hija murieron en un accidente. También yo había perdido a mi padre así. Conocía sólo de vista a la mamá, pero enterada de la desgracia sentí el impulso de ir a visitarla. Para no limitarme a una simple visita, sabiendo que tenía dificultades económicas, le llevé algunos alimentos y traté de consolarla. Volví varias veces a visitarla. Le ofrecí también una cantidad de dinero que tenía ahorrado. Pasando algunos días ella se sintió más fuerte, adquirió más confianza en la vida y estaba agradecida por la amistad que nació entre nosotras gracias a ese dolor compartido». B. G. – Bolivia
El gorrito
«Estábamos en invierno y con mis compañeros jugaba en el patio de la escuela. Hacía mucho frío. De pronto una niña se puso a llorar: el gorrito que ella tenía no le cubría bien las orejas y las tenía tan congeladas que le dolían. Entonces, sabiendo que amaba a Jesús en ella, le di el mío que le daba más calor». J. – Belgio
La merienda
«Estaba en el patio comiendo mi merienda. Vi a una compañerita mía que le tiraba del pelo a otra niña, entonces dejé la merienda apoyada en un muro y fui a decirle que no hiciera eso porque Jesús dijo que hay que amar siempre. Pero como se pusieron a llorar, fui a buscar mi merienda y le di un poco a cada una. Es verdad que me quedé con un poco de hambre pero estaba contenta porque había logrado amar». Valentina – Italia
Fuente: Il Vangelo del giorno – Abril 2015 – Città Nuova editrice
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