«Nací a mil metros, en un pequeño barrio de los Pre-Alpes piamonteses». Así empieza Aldo Baima el relato de su vida, agradecido a la tierra que lo vio nacer y lo vio, desde pequeño, acompañar a sus padres a las praderas de las altas montañas. Después de la escuela primaria, su maestra logró convencer a sus padres de que lo dejaran continuar sus estudios, primero el colegio, después en forma itinerante, viajando a menudo en los vagones destinados al ganado: eran tiempos de guerra. Un sacerdote le propuso participar en un grupo de jóvenes de la Acción Católica: «Diez años de descubrimientos y de ímpetu apostólico» dirá Aldo, en los cuales se compromete con pasión. Durante el verano sigue regresando a sus prados. Una turista, viéndolo con un libro de teología, le preguntó si pretendía entrar al seminario. «¡No, para nada!» respondió Aldo. Y ante la respuesta de la chica le siguió preguntando: «¿Pero no preferirías leer novelas de amor?» Aldo declaró: «¡Pero ésta es una bellísima novela de amor!». Al terminar el Instituto Pedagógico empezó a trabajar como maestro. Se inscribió en la Universidad de Turín, donde estudió pedagogía y filosofía. Allí encontró un viejo compañero de estudios que le habló de una original experiencia, iniciada en Trento por algunas chicas que “ponen en práctica el Evangelio”. El diálogo con el amigo, también él contagiado por la novedad de esta vida, se profundiza,cubre inquietudes cada vez más profundas, tanto que suscita en Aldo la decisión de poner también él el Evangelio como base de su vida. Lo impresiona especialmente una frase, leída y meditada muchas veces pero que ahora se vuelve vital: “Todo lo que hagan al más pequeño de estos hermanos míos a mí me lo hicieron”. (Mt 25,40). Con decisión se compromete a asistir a quien pasa necesidad, descubriendo en cada pobre a un hermano y tratando de involucrar a sus amigos de la parroquia. En el verano del ’52 transcurre una semana en el focolar de Trento; después va a la montaña, a Tonadico, donde está en curso la Mariápolis. “Allí tuve la impresión –confiesa- que sólo formando parte de esa familia habrían sido realmente mías esa luz y esa vida de las que no podía prescindir”. Dejando a su novia decide entrar en el focolar. Siguen años de generosa donación: en Turín, Sassari, Roma, y desde 1961 en Francia. Por su rectitud moral y espiritual, jóvenes y adultos encuentran en Aldo un guía seguro hacia Dios. Ante las situaciones difíciles su actitud es la de la escucha profunda. Su transparencia y su apertura de alma capaz de acoger la cultura francesa conquista los corazones, estableciendo relaciones de auténtica amistad. En 1975 recibe la ordenación sacerdotal. En 1983 va al centro del Movimiento para colaborar con la formación de los focolarinos. Sucesivamente va a Estambul para después transferirse a la ciudadela de Montet (Suiza). A partir del 2001 regresa nuevamente al centro del Movimiento al servicio de los focolarinos de todo el mundo. Y es aquí que inicia la progresiva fragilidad de su salud, con la cual, son palabras suyas, «el Padre quiere ponerme en las condiciones de entrar finalmente en el misterio del Abandono y la Resurrección que comporta». En el 2005 escribe: «Ha renacido en mí la certeza de que este año dedicado a Jesús abandonado puede ser también para mí un momento para responder a este nuevo llamado. Tiempo de salvación que viene de Él, tiempo de gracia que arrastra dentro de su llaga, para hacernos vivir en el seno del Padre». Una gracia que lo acompaña en su condición de casi inmovilidad en donde se encuentra por años, ensimismado con Jesús en el abandono que, en su juventud, había elegido como el ideal de su vida. Hasta el 12 de enero de 2017, cuando, con noventa años, parte sereno para el Cielo.
Juntos somos fuertes
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