María. Los filólogos lo interpretan de muchos modos, todos hermosos; pero el significado más rico de belleza es el que la señala especialmente e inconfundiblemente como la única entre todas las mujeres. Ella: María. Un nombre que no se termina nunca de pronunciar; y que siempre nos proporciona alegría. Con el saludo del ángel, que entra en los acontecimientos humanos como una fuente de gozo, millones de criaturas varias veces al día la invocan. Así la llaman los padres y los parientes y los vecinos de la casa en Nazaret. Y así, con cada avemaría, todos volvemos a llamarla familiarmente, con el fin de pedirle su intercesión en este experimento de vida que culmina con la muerte, que es el paso hacia la perenne vida. “María”. Al pronunciar este nombre el corazón salta en el pecho como el niño en el vientre de Isabel, “e Isabel se llenó del Espíritu Santo”. “María”, decían los pastores y artesanos cuando se asomaban a la entrada de la humilde casa que era la morada de la Sagrada Familia en la colina de Nazaret, para pedirle un favor. Pedirle a ella que era tan servicial con todos, tan rica de recursos para cada uno. Y si no tenían nada que pedir, se asomaban por la alegría de saludarla. La alegría de decir ese nombre que recoge tantas cosas bellas, porque resume los misterios del amor. El nombre femenino del Amor. A distancia de siglos, nosotros, como el arcángel y como José, como todos los santos y tantos pecadores, seguimos llamándola así: María, cincuenta, cien y más veces al día, sin vincular nunca ese nombre a títulos de la nobleza, a apelativos pomposos, ni a derechos de primacía. A nosotros nos gusta –tal como le gusta a Ella- acercarnos a Ella, no separarla, para acercarnos al Esposo, que con Ella hace unidad. La muchedumbre de la calle, el torbellino de las pasiones, el trazo del espíritu lo atraviesa, lo surca este nombre, a través del cual transita el amor del cielo a la tierra. La humildad acerca y el amor unifica; y es el más grande tributo. Nosotros nos sentimos de la casa en la Iglesia de Cristo, nosotros nos sentimos de la casa en la comunión de los santos, en el mismo ámbito de la Santísima Trinidad, también porque está María; está la madre y por lo tanto entran los hijos. Donde está María está el amor, y donde está el amor está Dios. Y por lo tanto decir este nombre en cualquier circunstancia y ambiente es hacer entrar repentinamente una atmósfera de divino, es encender una estrella en la noche, es abrir un manantial de poesía donde prevalece la fría tecnología, es hacer florecer lirios en medio del pantano. Es un restituir el calor de la familia a un campo de trabajos forzados. María ama y en el amor se esconde. El verdadero amor es contemplación de la persona amada. También en esto, a imitación de la jovencita de Nazaret, se puede ser contemplativos estando en el mundo, en una barraca de campesinos o en un apartamento de la ciudad. El amor en Ella ha sido tan grande que nos ha dado a Dios, Dios que es amor. Ella casi lo arrancó del cielo para darlo a la tierra, hizo que un ser sólo divino fuera también hombre, al servicio de los hombres. Y verdaderamente amar es hacerse uno con el Amado, y María se hizo tan uno con Dios que nos donó a Dios, para donarlo, a través de ella, a todos los hombres. En definitiva estamos en el mundo en formas distintas, con atuendos de todo tipo; pero, estando como María, se prepara siempre y en cualquier parte la habitación de Jesús. (Igino Giordani, Maria modello perfetto, Città Nuova, Roma 2012, pp. 17-20)
Confiar en Dios
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