Giordani habla de un hombre de la antigüedad que  «alejándose por motivos de negocios, escribió a su esposa que se había quedado en casa, y estaba por ser madre: ‘si nace un varón críalo, si nace una mujer, ofrécela». Esa persona, prosigue Giordani «expresaba, con toda simplicidad, la opinión que el paganismo idolátrico tenía de la mujer: un mamífero para su explotación y placer, considerado inmensamente inferior al varón, y, en todo caso, por todas las legislaciones, sometido al hombre: de chica bajo la tutela del padre, como esposa bajo la del marido, como viuda bajo la de los hijos y parientes: nunca libre albedrío.

El cristianismo cambió este estado de las cosas al establecer la igualdad espiritual del hombre y la mujer, en la paridad de derechos y deberes y sustrayendo a la madre de los caprichos del padre a través de la indisolubilidad matrimonial, con la cual se le aseguró una posición estable en su casa. En Cristo – dice la enseñanza de Pablo apóstol-  «no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Gál. 3:28); pero sólo espíritu, todos hijos de Dios y por lo tanto pares como hermanos.

La sociedad cristiana comporta interdependencia entre el hombre y la mujer: «ni mujer independiente del hombre, ni hombre independiente de mujer, en el Señor». El hombre pertenece a su mujer, y la mujer a su hombre: « porque así como la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer; pero todo procede de Dios. » (I Cor. 11,12).

Pero la verdad es que en la sociedad, la influencia de ella es menos de la tercera parte: una influencia absolutamente inferior a sus sacrificios y al número. Es un daño social enorme, porque faltando la acción de las virtudes femeninas, que son específicamente la piedad, la gracia, el amor, la paz, el orden, prevalecen las virtudes masculinas de la fuerza, la conquista, la aventura, las cuales, como todas las virtudes, si no se amortiguan y armonizan con la otras, fácilmente se puede caer en los vicios correspondientes.

Pero es un hecho: si la mujer es degradada, el hombre la sigue en la degradación. Así como la mujer pervertida pasa su perversión a los hijos, la mujer recta, heroica, pasa su rectitud y heroísmo a ellos. Finalmente, para destrozar una sociedad, un camino seguro es la corrupción de la mujer.

Si queremos eliminar el hogar de la sociedad, y la identidad del hombre, es necesario además liberarlo de la reverencia hacia la mujer casta y fiel y destruir sus relaciones en la licencia sexual; de este modo el sacramento viene sustituido por otro elemento bien diferente.

Degradada la mujer, el hombre queda librado a todo tipo de abdicación. La deshumanización del hombre –necesaria para volverlo un autómata– empieza por ella, como en el Edén. Las filosofías hedonistas, materialistas, propugnadas en las últimas generaciones y que han llegado a nuestros tiempos con la realización de las primeras vastas experiencias, llevan a eliminar la maternidad: y la maternidad es el principio de la vida».

La Società Cristiana, Città Nuova, 2010 (1942), pp.54-58.

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