20160225-01«Soy un funcionario público y vivo en Catanzaro. Participando en un encuentro de amigos que trabajan en el ámbito social, conocí algunos jóvenes extranjeros que viven en un centro de refugiados, que necesitaban bicicletas para ir al trabajo.

Me acordé que en el garaje tengo dos bicicletas de montaña en buen estado, que yo aprecio mucho, pues me traen buenos recuerdos por las largas excursiones en la montaña que hice junto con mi hijo. Sin dudar levanté la mano para ofrecerlas. Era necesario, sin embargo, superar las dificultades para que llegaran a su destino. Poco tiempo después me enteré de que estos amigos organizaban, para fines de enero, un congreso de tres días en un pueblo turístico cercano de la vivienda de los refugiados. Me invitaron a participar en el congreso.

No se pueden imaginar lo grande que fue mi alegría cuando recibí esta invitación. Yo mismo podía transportar las bicis – ahorraba tiempo y costo- y además podría entregarlas personalmente a los interesados teniendo así la oportunidad de conocerlos.

Existía sin embargo otra dificultad: las bicis eran demasiado grandes y no lograba que entraran en el portaequipajes de mi auto. No sabiendo cómo resolver esto, le pedí ayuda a un vecino que es comerciante de objetos usados. Le pregunté si podía ayudarme a encontrar una solución. Cuando supo que quería dar las bicis a unos refugiados comenzó a decir que era mejor que se las diera a él, que de ese modo podría ganar algo y que no le parecía “que había que ayudar a estas personas desconocidas que llegan a nuestro país a sacarnos el poco trabajo que existe y que crean muchos problemas y tensiones sociales”. Dándose cuenta de que yo permanecía firme en mi decisión me dijo que un amigo nuestro tenía dos porta bicicletas que me iban a venir muy bien.

Fui a ver a este amigo, que se mostró en cambio disponible enseguida, muy contento de prestar sus porta bicicletas.

Todo estaba saliendo bien. El día establecido, 4 jóvenes refugiados llegaron al lugar donde se desarrollaba nuestro congreso a retirar las bicis. Apenas las vieron, todavía cargadas en el techo del auto me di cuenta que les brillaban los ojos. Tal vez pensaban que iban a encontrar viejas bicis herrumbradas, en cambio eran lindas, nuevas y marchaban bien. Me quedé muy contento de verdad y lleno de alegría; luego tímidamente y con gran dignidad agradecieron diciendo que ellos eran pobres y no tenían nada para darme, pero que esa misma noche iban a volver para cantarnos sus canciones al compás de los tambores, durante la celebración eucarística. Estoy convencido que la relación de amistad que nació, permanecerá…»

(Domenico, Italia)

 

 

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