Es un trabajo entre dos, en perfecta comunión, que exige de nosotros una fe grande en el amor de Dios por sus hijos. Esta confianza recíproca produce milagros. Se verá que, donde no hemos llegado nosotros, ha llegado verdaderamente Otro que ha actuado inmensamente mejor que nosotros.

Es gran sabiduría emplear el tiempo que tenemos viviendo perfectamente la voluntad de Dios en el momento presente.

Sin embargo, a veces nos invaden pensamientos tan agobiantes –tanto con relación al pasado o al futuro como al presente, pero concernientes a lugares, circunstancias o personas a las que no podemos dedicarnos directamente–, que cuesta un grandísimo esfuerzo manejar el timón de la barca de nuestra vida manteniendo el rumbo hacia lo que Dios quiere de nosotros en ese momento presente.

Entonces, para vivir bien, con perfección, se necesita una voluntad, una decisión, pero sobre todo una confianza en Dios que puede llegar hasta el heroísmo.

«Yo no puedo hacer nada en ese caso, por esa persona querida, en peligro o enferma, por esa circunstancia intrincada… Pues bien, haré lo que Dios quiere de mí en este momento: estudiar bien, barrer bien, rezar bien, atender bien a mis niños… Y Dios se encargará de desenredar esa madeja, de consolar a quien sufre, de resolver esa situación imprevista».

Es un trabajo entre dos, en perfecta comunión, que exige de nosotros una fe grande en el amor de Dios por sus hijos y le da al mismo Dios, por nuestro modo de actuar, la posibilidad de tener confianza en nosotros.

Esta confianza recíproca produce milagros.

Se verá que, donde no hemos llegado nosotros, ha llegado verdaderamente Otro que ha actuado inmensamente mejor que nosotros.

Este acto heroico de confianza será premiado; nuestra vida, limitada a un solo campo, adquirirá una dimensión nueva; nos sentiremos en contacto con lo infinito que anhelamos, y la fe, al cobrar nuevo vigor, reforzará en nosotros la caridad, el amor.

Nos olvidaremos completamente de lo que significa la soledad. Resultará más evidente, porque lo hemos experimentado, que somos de verdad hijos de un Dios Padre que todo lo puede.

Chiara Lubich

 

(De El tiempo queda, Ciudad Nueva, Madrid, 2ªEd 2005, pp. 36-38)

 

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