«Recuerdo que en el comienzo nuestro corazón estaba tan repleto de amor por Dios que hacía que se rebosara el Evangelio redescubierto sobre tantos. ¿Cómo hacer para que también hoy sea así en todas partes? Siendo, hoy como entonces, fieles al estilo de vida que nos ha sugerido el Espíritu Santo: tenemos que ser antes que nada cristianos auténticos, que viven personalmente lo que el Evangelio enseña. Personas de las cuales se pueda decir, como de los primeros cristianos: “Miren cómo se aman. Están dispuestas a morir unas por otras”. Cristianos que aman a todos sin distinciones, con un amor concreto. Cristianos que, sólo después de haber amado de esta forma, anuncian el Evangelio a todos.
Es verdad que no siempre se puede hablar con palabras, pero sí se puede hablar con el corazón. Por ejemplo, llamando por su nombre a quien encontramos, saludando de determinado modo, de forma que los demás adviertan que son personas importantes para nosotros, que no nos resultan indiferentes, que existe ya un vínculo construido con ellas tal vez sólo por un silencio respetuoso.
Estas palabras sin rumor, como puede ser una sonrisa, si son adecuadas, abren una brecha en los corazones. Y apenas esta brecha se abre en cualquier persona, no hay que esperar, hay que hablar, decir pocas palabras…, pero hablar. Comenzando por ejemplo, a hablar de nuestra experiencia con Jesús; hablar de El.
Intentemos llenar nuestro día con estas palabras, con gestos nuevos, totalitarios, completos que nunca antes realizamos. Llevaremos al mundo el atractivo de Jesús y lograremos que la gente se enamore de Él, de modo que el reino de Dios se expanda más allá de toda expectativa. Crecerá de tal forma que se podrá mirar lejos, como Jesús, cuando llamó a todos a vivir la fraternidad universal rezando al Padre: “Que todos sean uno”
Un sueño que puede parecer una locura, pero que es posible, porque es el sueño de un Dios».
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