– El hilo de oro
– Roma años ’40: bajo los bombardeos
-El descubrimiento
– Nadie pase a mi lado en vano
– La escalada final

El hilo de oro
“Leeremos bien nuestra historia sólo en el Paraíso, donde captaremos plenamente el hilo de oro que, esperemos, nos llevará donde tenemos que llegar”. Con estas palabras, la misma Renata empieza la historia de su vida, que había descubierto toda entretejida del amor de Dios.

Nace el 30 de mayo de 1930 en Aurelia, una pequeña ciudad de la Región de Lazio. Seguidamente, se traslada a Roma con su familia.

Los suyos no frecuentaban la Iglesia, pero eran personas rectas, sinceras, ricas de valores humanos.
“Nunca terminaré – decía siempre Renata – de agradecer a Dios por haberme hecho experimentar la vida de una verdadera familia, sobre todo por el amor que había entre mis padres”.

Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Renata tiene 10 años. Su gran sensibilidad no la deja indiferente, y en su memoria permanecen algunos momentos fuertes.

Roma años ’40: bajo los bombardeos
El 13 de julio del ’43, al ver que las bombas caen, decide dar una dirección distinta a su vida. Escribe: “Me di cuenta de que la muerte podía llegar y advertí en un instante la vanidad de los juegos, del dinero, del mañana. Fue un momento de gracia… Cuando regresé a mi casa me sentía distinta. Había decidido ser mejor”.

Desaparece repentinamente una compañera suya de la escuela, muy buena. Era hebrea: “�Por qué son asesinados los hebreos? �No son como nosotros?”, se pregunta, pidiendo con insistencia explicaciones al papá.

El 8 de septiembre de 1943, día decisivo para la historia de Italia, ve desde el balcón de su casa a un soldado alemán que se desliza fatigosamente a lo largo de un muro, arrastrándose, casi con miedo de ser visto. Un sentimiento de compasión hacia él y hacia su pueblo la invade totalmente…

Imágenes lejanas en el tiempo, pero que hablan ya de un amor sin medida por el hombre, por todos los hombres, que seguidamente dominará toda su vida. Mientras tanto con la edad crece también la exigencia de una fe consciente y se vuelve urgente el problema de Dios. Empieza a frecuentar la Iglesia, se injerta en un grupo mariano, y entre sus profesores prefiere a aquellos que manifiestan una mayor corrección moral.

Con 14 años siente un especial “primer llamado”: el empuje interior de dar la vida para que los suyos, lejanos, encuentren la fe.

Sedienta de verdad, entre los 15 y los 19 años, se lanza de cabeza en los estudios para sondear las realidades más profundas, en busca de Dios. Se inscribe en la Facultad de Química, porque espera descubrirLo penetrando en los secretos del universo: “Me apasionaba la Matemática por su lógica. Tenía momentos de exultación cuando la mente descubría algo nuevo. Esperaba adquirir un conocimiento que pudiera de alguna forma hacerme abrazar lo universal. Buscaba a Dios en los seres inteligentes en donde podía haber un reflejo de Él. No sabía todavía que sólo en el Creador – Amor habría podido descubrir lo creado y las criaturas, y amarlas”.

El descubrimiento
El 8 de mayo del ’49, día que ella definirá como “extraordinario”, después de alguna duda – porque no le quería quitar tiempo al estudio – participa en un encuentro donde Graziella De Luca, una de las primeras compañeras de Chiara Lubich, habla del descubrimiento de Dios – Amor, de la nueva vida evangélica iniciada en Trento pocos años antes, mientras la guerra recrudecía.
“Lo que dijo no lo recuerdo. Recuerdo sólo que cuando salí de allí, sabía que había encontrado. (…) Tuve la intuición de que Dios es Amor. Esta experiencia entró hasta lo más profundo de mi ser. Perdí la imagen que tenía de un Dios sólo juez, que castiga a los malos y premia a los buenos y lo sentí como un Dios cercano”.

Convencida de haber recibido un llamado de Dios, da un vuelco decisivo a su vida. Poco a poco conoce a Chiara. Inmediatamente advierte con ella una relación estrechísima, vital, como entre madre e hija, junto a la clara confirmación de darse toda a Dios en el Movimiento de los Focolares. Y dice su Sí a Dios para siempre.

Su larga experiencia de donación en el focolar inicia el 15 de agosto de 1950. Acababa de cumplir 20 años. Su amor y su disponibilidad sin límites, su paz, pensando en su joven edad, no pasan inobservadas. Vive así 40 años al servicio del Movimiento de los Focolares, primero en varios focolares de Italia, después en Francia, en Grenoble.

En el ’67, a 37 años, Renata llega a la Escuela de formación de Loppiano, donde transcurre los últimos 23 años de vida como co-responsable de la ciudadela misma. Aquí su donación estalla en toda su potencialidad. Más de mil jóvenes han absorbido de ella esa sabiduría, esa fuerza interior para crecer espiritualmente.

Nadie pasa a su lado en vano
Su vida es un estupendo entramado de amor y de dolor, en el esfuerzo de morir a sí misma para dejar vivir a Jesús en ella. Y es a Jesús a quien encuentran estando ante su presencia.

Por su amor sin medida, nadie pasa a su lado en vano, como dan testimonio un gran número de personas de todas las categorías, condiciones, edades, culturas. Cada uno, entrando en contacto con ella, experimenta ese amor que hace de cada hombre un predilecto de Dios, amado y comprendido como hijo único.

Este amor radical, esta pasión por el hombre tiene su raíz en el amor incondicional a Jesús que en la cruz grita el abandono del Padre, y en el mirar como modelo a María que, ante el Hijo moribundo, todavía cree, todavía espera, todavía ama. De allí su escalada continua, realizada según la Palabra del Evangelio que consideraba su programa, casi como si trazara su fisionomía espiritual: “María (…) conservaba todas esas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19).
Tensión constante a la santidad, desarrollo de las virtudes, correspondencia transparente al carisma de la fundadora “que todos sean uno” (Jn. 17, 21) florecían a partir de un inteligente y continuo dejar de lado su yo.

La escalada final
Con 59 años se le anuncia una enfermedad que muy pronto se manifiesta en toda su gravedad: delante de ella no quedan sino pocos meses. A partir de ese momento su vida se convierte en una escalada hacia Dios, mientras sigue siendo feliz como había prometido años antes a Jesús.
Su lecho se transforma en una cátedra de vida. En Cristo la muerte no existe, existe la vida, y ella repite hasta el último instante: “Quiero dar testimonio de que la muerte es vida”.

No se lamenta y rechaza los calmantes. Quiere permanecer lúcida, siempre dispuesta a decir su sí pleno a ese Dios que la había fascinado de joven y que ahora le pide el don de la vida. En los últimos días parece que se encuentra bajo una anestesia divina, tanto logra – no obstante el sufrimiento – transmitir a su alrededor sacralidad y alegría plena: “Me encuentro como en un remolino de amor. Soy demasiado feliz”. Encismada en una realidad paradisíaca, va al encuentro del Esposo el 27 de febrero de 1990.

La biografía completa de Renata Borlone ha sido recogida en el libro “Un silencio que se hace vida”, de G. Marchesi y A. Zirondoli (Editorial Città Nuova)

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