Palabra de Vida – Enero de 2016

 
“Ustedes han sido llamados a anunciar las maravillas del Señor” (cf 1 Pedro 2, 9)

Cuando el Señor actúa, realiza maravillas. Ni bien creó el universo vio que “esto era bueno” (Génesis 1, 25), mientras que después de haber creado al hombre y a la mujer, encomendándoles todo lo creado, vio que era “muy bueno” (Génesis 1, 31). Pero su última obra, la que supera a todas, es la que cumple Jesús: con su muerte y resurrección creó un mundo y un pueblo nuevos. Un pueblo al que Jesús le donó la vida del Cielo, una auténtica fraternidad en la aceptación recíproca, en el compartir, en la entrega de sí. La carta de Pedro manifiesta a los primeros cristianos que el amor de Dios los ha convertido en una “raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa… el Pueblo de Dios” (leer los versículos 9 y 10).

Si también nosotros, como los primeros cristianos, tomáramos conciencia de lo que somos, de lo que la misericordia de Dios realizó en nosotros, entre nosotros y a nuestro alrededor, quedaríamos atónitos, no podríamos contener la alegría y sentiríamos la necesidad de compartirla con los demás, y de “anunciar las maravillas del Señor”.

Sin embargo, es difícil, sino imposible, dar testimonio eficaz de la belleza de la nueva socialidad a la que Jesús le ha dado vida, si permanecemos aislados los unos de los otros. Por lo tanto es normal que la invitación de Pedro esté dirigida a todo el pueblo. No podemos mostrarnos litigantes y facciosos, o simplemente indiferentes los unos hacia los otros, y luego proclamar: “el Señor ha creado un pueblo nuevo, nos ha liberado del egoísmo, de los odios y los rencores, nos ha dado como ley el amor recíproco que hace de nosotros un corazón solo y una sola alma”. En nuestro pueblo cristiano hay diferencias en las maneras de pensar, en las tradiciones y culturas, pero esas diversidades deben ser recibidas con respeto, reconociendo la belleza de esta gran variedad, conscientes de que la unidad no es uniformidad.

La palabra de vida nos invita también a tratar de conocernos mejor entre los cristianos de las diferentes Iglesias y comunidades, a proclamar recíprocamente las maravillosas obras del Señor. Sólo entonces podremos “anunciar” de manera creíble esas obras, dando testimonio de que estamos unidos en esta diversidad y de que nos sostenemos concretamente los unos a los otros.

Chiara Lubich alentó con ímpetu este camino: “el amor es la fuerza más potente del mundo, desencadena, en torno a quien lo vive, la pacífica revolución cristiana, que lleva a repetir a los cristianos de hoy lo que hace tantos siglos se decía de los primeros cristianos: ‘somos de ayer, sin embargo llenamos las ciudades’(1). (…) ¡El amor! ¡Cuánta necesidad de amor en el mundo! ¡Y nosotros, cristianos! Todos juntos, en las varias Iglesias, somos más de mil millones. Somos muchos y tendríamos que ser visibles. Pero estamos tan divididos que muchos no nos ven, no descubren a Jesús a través de nosotros. Él ha dicho que el mundo nos habría reconocido como suyos y que, a través nuestro, lo habría reconocido a Él, gracias al amor recíproco y la unidad: ‘en esto todos reconocerán que son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros’ (Juan 13, 35) (…). El tiempo presente exige amor de cada uno de nosotros, exige unidad, comunión, solidaridad. Y exige también que las Iglesias recompongan la unidad quebrada desde hace siglos”(2).

Fabio Ciardi

1- Tertuliano, Apologeticus 37, 7.

2- Chiara Lubich: El diálogo es vida, 2007.

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