rio_preto_2Era algo que se veía venir. Demasiadas veces João había escuchado a sus padres pelear, por lo tanto, el hecho de que tuviera que irse de la casa con su madre y sus hermanos, porque su papá tenía una hija con otra mujer, no lo tomó por sorpresa. En aquel momento tenía dieciséis años, participaba en la vida de la parroquia, tenía amigos, sin embargo, interiormente se sentía desilusionado e insatisfecho. Sentía una fuerte exigencia de libertad, de ser él mismo. Esta inquietud lo llevó incluso a interrumpir sus estudios, que retomó años después, cuando encontró una verdadera razón para vivir.

«Cuando tenía veinte años – cuenta João- participé, con el grupo de jóvenes de mi parroquia, en una actividad organizada por los Focolares. Durante esos días me di cuenta de que el Evangelio no era tanto para comentar o reflexionar, sino para ponerlo en práctica enseguida. Me impresionaron especialmente los textos que hablan sobre cómo comportarnos con el prójimo: el samaritano, la regla de oro. Había ido por pura curiosidad y resultó ser un evento que me cambió la vida.

En mi ciudad, Sao José do Rio Preto (Estado de Sao Paulo), hay mucha gente que vive en la calle. Una noche, regresando a casa en bicicleta, me encontré frente a un hombre que caminaba descalzo. Sus pies estaban heridos y sucios. Viéndolo, no pude seguir pedaleando. «Ese hombre es mi prójimo, tengo que regresar donde él está». Antes de alcanzarlo, me quité los zapatos para dárselos. Él me miró sorprendido. Vi que llevaba la camiseta de mi equipo de fútbol y para que no se sintiera incómodo le dije: «¿Entonces eres ‘Santista’? ¡Yo también! ¿Cómo te llamas?». Tomó los zapatos y nos hicimos amigos.

joaoEstaba en la estación, de regreso de un encuentro que se había hecho en otra ciudad. A esa hora –las dos de la mañana- el transporte público no funciona, así que me encaminé a pie hacia mi casa, atravesando el Centro. A mi alrededor veía a muchas personas que, aprovechando que las tiendas estaban cerradas, dormían delante de las vitrinas. No sentía temor. Esta era mi ciudad. Pero en un momento dado se me acercó un hombre grande y fuerte que me pidió dinero. Tengo que confesar que en ese momento sí sentí un poco de miedo. ¿Quién me podía garantizar que no era violento? Pero pensé: «También él es mi hermano, esto es lo que enseña el Evangelio». Con calma le dije que no le podía dar nada porque tampoco yo tenía dinero. Empezó a contarme su historia; luego me pidió que me pusiera sus auriculares. Estaba escuchando el sermón de un pastor protestante. Escuché un rato la transmisión, de modo que le pude decir que esa persona estaba diciendo cosas bonitas y que era bueno cada tanto escuchar esos buenos mensajes. Él me preguntó: «¿Quién eres?». No sabiendo qué contestar le pregunté el motivo de su pregunta. Y él contestó: «Porque nadie nos trata tan bien». Seguimos hablando por unos 30/40 minutos. Pensé en el trayecto que todavía tenía que hacer para llegar a mi casa, y que además al día siguiente me tenía que levantar a las seis para ir al trabajo. Pero sentía que me tenía que quedar todavía un poco para acoger a ese hermano que tenía una gran necesidad de escucha y de compañía. Al final, después de pedirme la dirección para venir a hacer un asado en mi casa, nos despedimos. Me quedó la sensación de haber encontrado un hermano.

Un día de lluvia, estaba regresando a casa en moto, cuando vi a un hombre, empapado, que intentaba levantarse de un charco sin lograrlo. Lo reconocí: era nuestro vecino que siempre está borracho. En el bar del lado varios hombres se limitaban a ver la escena sin hacer nada. Traté de no enojarme, me detuve, dejé allí la moto, lo acompañé a su casa, y le conté a su esposa lo que había sucedido. Al final volví al lugar donde había dejado la moto. Mientras regresaba sentí en el fondo del corazón el eco de una frase: «A mí me lo hiciste». Ya no estaba molesto. Esto me bastaba para sentirme feliz y no discutir con esos hombres que seguían mirándome sorprendidos».

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