IMG_3378«Desde que nuestros padres se separaron, mi hermana y yo vivimos con nuestro padre. Es una situación muy difícil para mí, también por mi salud: sufro de asma y durante dos años tuve además problemas de corazón. Gracias a la cercanía de muchos jóvenes que tratan de vivir como yo la espiritualidad de la unidad, estos límites físicos no me impidieron vivir con entusiasmo mi compromiso cristiano.

Como estudiante, en cambio, las cosas no iban muy bien. En la institución pública que frecuentaba no había muchas opciones de atención para estudiantes en mi situación y cuando supe que me tocaba repetir el primer curso del bachillerato, cambié de escuela. Ahí entendí mejor la importancia de la instrucción y la ventaja de poder alcanzar un título universitario. Al inicio del año las notas eran buenas: evidentemente la nueva motivación estaba funcionando. Una noche me agarró un terrible dolor de cabeza. Esperaba que durante la noche se me pasara porque en los días siguientes tenía que rendir muchos exámenes.  Efectivamente por la mañana ya no tenía dolor de cabeza, pero apenas tomé los libros en mis manos, volvió más fuerte que nunca. Cada vez que intentaba concentrarme en un trabajo intelectual, pasaba lo mismo. Pasé por muchos hospitales, pero nadie lograba descubrir la enfermedad que padecía. Mientras tanto, el promedio de las notas disminuía mientras que el dolor de cabeza se había vuelto permanente. Mi padre ya no tenía plata para pagar a los médicos, así que acudí a los curanderos tradicionales, pero sin éxito.

Agobiado por esta situación, me sentí invadido por fuertes dudas de fe. Me preguntaba: ¿por qué entre siete mil millones de personas esta situación me tenía que tocar precisamente a mí, justo cuando decidí comprometerme seriamente en los estudios?  A pesar de mi rebelión, quise participar con los Gen de un fin de semana de formación. Fui allá sólo para ver a mis amigos y no porque creía en aquello. El encuentro empezó con un video-discurso de Chiara Lubich, pero yo estaba tan enojado con Dios, que ni siquiera lo escuché ni tampoco quise dar mi aporte en la comunión que se hizo después. Mucho menos me interesé por lo que decían los demás. Mi mente vagaba por otros lares. Pensaba que Dios se había olvidado de mí, que nadie podía entenderme, que esos encuentros no servían para nada. Sin embargo, en un determinado momento, me impactó un chico que decía que en los momentos difíciles podemos dar esperanza a los demás valorando nuestro sufrimiento personal. Más aún, que es precisamente ensimismándonos con Jesús crucificado y abandonado que encontramos la fuerza de amar a los demás.

Esas palabras me sonaron como un desafío. Me dije a mí mismo: si Jesús en la cruz se hubiera echado para atrás, ¿qué haríamos nosotros hoy? Desde ese momento encontré la fuerza para aceptar mi situación y la certeza de que Dios es amor aún cuando permite el sufrimiento. Y aunque el dolor de cabeza seguía, volví a encontrar la alegría de vivir. Por amor a mi hermana y a todos, trataba de donar alegría a mi alrededor.

Gracias a las oraciones de muchos, hoy me siento mucho mejor y si no hay nuevas sorpresas, puedo decir que recuperé mi salud».

 

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