«Partí para este país no a título personal, o en nombre de la Comunidad Misionera de Villaregia (Italia), a la que pertenezco, sino en nombre de toda la Iglesia, o también en nombre de quienes no pueden venir aquí por un tiempo tan prolongado. Por eso os escribo, para que seamos “misioneros juntos”». El padre Domenico De Martino, hace pocos días, como ya había hecho en otras ocasiones, aprovechó de un momento libre. Escribió una carta larga y generosa de detalles, fascinado por una realidad «distinta a la nuestra, pero habitada por hombres y mujeres que comparten deseos, miedos, tribulaciones y esperanzas como las que tenemos todos. Cambia el contexto, cambian los problemas y su incidencia en la vida, pero en el fondo el alma de todo hombre, en Europa o en África, tiene el mismo anhelo, encontrarse consigo mismo y encontrar la felicidad». «La semana pasada, una mañana alrededor de las 7, golpearon a mi puerta dos chicas, con el rostro profundamente triste. Dos amigas, de 18 y 20 años. Se habían conocido el año pasado, en la catequesis para recibir el bautismo. La mayor estaba embarazada de tres meses. El novio, cuando supo la noticia, desapareció. Para una mujer, en estas tierras, quedar embarazada sin que ningún hombre reconozca al hijo trae consigo graves consecuencias. Ya marcada como una “no muy buena cosa”, pasa a ser una vergüenza en el pueblo, pierde el trabajo y queda marginada incluso de la familia. La hermana de su amiga la había alojado en la casa, pero la intimó: o te conviertes a nuestra religión (en realidad es una secta, muy difundida) o te tienes que ir. Se escaparon juntas, desesperadas, buscando un alojamiento. “He recibido el bautismo – dice entre lágrimas – conocí a Jesús y ahora no lo quiero traicionar. Pero, ¿cómo hago?”. La idea de abortar, o de convertirse, como solución para volver a una vida tranquila, no le pasa por la mente siquiera. Fiel a sí misma, como mujer y como madre, es capaz de asumir, con sólo 20 años, las consecunecias de sus opciones. Si bien no tiene dinero, ni casa, ni familia, y una reputación ya perdida. Todo esto me hace reflexionar acerca de mi fidelidad. Lógicamente con los otros misioneros de la parroquia decidimos ayudarla. Por el momento fue recibida en la casa de una familia de la parroquia, que le puso a disposición una habitación en su humilde casa. Otros se están movilizando para convencer a su familia de origen para que la vuelva a recibir. Estamos afrontando los gastos de las primeras consultas médicas, que aquí quedan a cargo de cada persona totalmente. Y para quien no tiene nada, es un peso no indiferente».

Se ha instaurado con Adam también una amistad muy bonita. « Con 23 años, huérfano de padre y madre desde cuando tenía siete años y criado por un tío paterno, Adam consiguió ir a la escuela hasta comenzar el bachillerato, sostenido por una ong francesa con un programa de adopción a distancia. En un momento dado, se le interrumpieron las ayudas, porque alguien robaba el dinero. Así terminaron también sus posibilidades de estudiar. Ahora vive solo, en una casa de ladrillos de barro, y no siempre logra comer. Tiene un sueño: abrir una pequeña oficina, con un ordenador y vender material de librería. Está siempre contento, y nunca falla en sus compromisos con la parroquia. Un domingo por la tarde yo estaba en su casa con otros jóvenes. En un momento de silencio, me preguntó: “¿Por qué estás aquí? ¿Qué impulsa a un sacerdote misionero europeo, que tiene también muchos compromisos en la parroquia, que conoce gente que tiene dinero, autos, casas bonitas, a estar con nosotros, que no tenemos nada para ofrecer, más que un plato de alubias y maíz? E incluso hoy es domingo…”. En silencio esperaban una respuesta. “Vosostros sois importantes para Dios y para mí, por eso estoy aquí”. “Bueno, si somos importantes – dijo uno de ellos – entonces hay que festejar”, y fue a comprar una cerveza».

El tiempo del calor sofocante ha terminado. «Nuestra casa era un horno. Sábanas calientes, agua que salía del grifo a 50 grados. Ahora la gente se prepara para la estación de las lluvias. Un joven me contó que el año pasado, por las fuertes lluvias, su casa de ladrillos de barro, prácticamente se deshizo. Desde hace pocas semanas su mujer dio a luz a su tercer hijo. Su trabajo no le da mucho para vivir, tiene tres niños y una casa medio destruida. No consigo encontrar nada positivo en lo que cuenta. Pero, viéndome, exclamó: “¡Has venido a visitarnos! ¡Es el signo de que Dios está con nosotros!”». Ésta es la belleza del pueblo de Burkina Faso, que no por casualidad quiere decir: “El pueblo de los hombres íntegros”.

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