«En 1984 estuve con un grupo de obispos de distintas confesiones en la Basílica de Santa Sofía en Estambul. Nos quedamos impresionados por este edificio imponente, dado que en el mismo, podíamos percibir de manera tangible una presencia enorme de la historia de la Iglesia y de la humanidad. Nos encontrábamos en un edificio de la antigua tradición cristiana, de la época en que la cristiandad estaba unida, por lo cual Asia Menor estaba en el centro del mundo cristiano; pero estábamos también en el lugar en el que se produjo la ruptura entre Oriente y Occidente y se rompió la unidad. En las grandes cuñas de la cúpula veíamos, enormes, los escritos extraídos del Corán, la aparición de otra religión sobre la cristiandad herida. Justo delante de nosotros estaban colocados algunos carteles que decían “Prohibido rezar”. Era un museo en el cual la gente paseaba sacando fotos y usaba binoculares, dando vueltas por doquier mirando las bellezas artísticas que allí se conservaban.

Esta ausencia de religión en aquel lugar que una vez fue un lugar sagrado era terrible. Estábamos abrumados por esta cascada de eventos: unidad originaria, unidad lastimada, distintas religiones, nada de religión. Nuestras miradas vagaban desorientadas en búsqueda de auxilio, cuando de improviso – ¡allí! encima de la cúpula brillaba, dulcemente y sin hacerse notar, un antiguo mosaico: María que ofrece a su Hijo. Allí comprendí claramente: sí, ésta es la Iglesia: estar, simplemente, y a partir de sí mismos generar a Dios, ese Dios que parece ausente.

La palabra Theotokos – madre de Dios, la que genera a Dios- adquirió para mí imprevistamente un sentido completamente nuevo. Comprendí que no podemos organizar la fe en el mundo; si nadie más quiere oír hablar de Dios, no podemos combatir con la fuerza y decir: “¡Cuidado con ustedes!”. También nosotros podemos estar simplemente y llevar a la luz, partiendo de nosotros mismos, a ese Dios que parece ausente. No podemos fabricar este Dios, sino solamente darlo a Luz; no podemos afirmarlo con argumentos, sino que podemos ser la copa que lo contiene, su cielo en el cual, aún en la escasa apariencia, Él brilla. Así comprendí, no sólo nuestra tarea de hoy como Iglesia, sino también cómo la Iglesia existe en la figura de María y cómo María existe en la figura de la Iglesia, cómo entre ambas, la figura y la realidad son una cosa sola».

Klaus Hemmerle, Partire dall’unità. La Trinità e Maria, pp. 124, 125.

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