Salir de la dependencia del juego, pero no solo. La historia de Christian Rigor, filipino, quien en la Fazenda de la Esperança encontró también a Dios y el sentido más profundo de su existencia.

Cuando pensamos en la idea de “apuntar a lo alto” nos vienen a la mente distintas metas. Objetivos laborales, proyectos personales, sueños por los cuales luchar. Esos “desafíos” son a menudo totalizantes y les dedicamos buena parte de nuestra vida. Pero hay metas y metas, con un valor subjetivo o colectivo. Metas que para alcanzarlas debes hacer un camino, dejarte confrontar, desarrollar un sentido de responsabilidad hacia la colectividad, abrir tus horizontes a mundos lejanos. Y metas que llevan a encerrarse en uno mismo, que atascan a la persona dentro de sus intereses personales, que la aíslan y a veces se vuelven destructivas. Los objetivos que nos planteamos marcan el camino de nuestra vida. Pero se puede cambiar de camino.

Bien lo sabe Christian Rigor, treintañero de Filipinas. Tuvo una infancia serena en una familia acomodada que le aseguró estudios universitarios y una especialización en Europa. Un chico con una vida social plena, pero vivida con el deseo de “hacer dinero” fácilmente, sin esfuerzo. Una superficialidad que le resultó fatal la primera vez que entró en un casino. Allí empezó su dependencia del juego de azar, cuando tenía 20 años. Un chico embriagado por las primeras victorias, que pronto cayó víctima de la exaltación del juego, atrapado por la necesidad de recuperar las inevitables pérdidas. Fue un capítulo oscuro de su vida en el que se enfocó en metas equivocadas, a lo largo del cual perdió amigos, el trabajo, a su novia, y la confianza de sus familiares. También dejó de buscar el bien para sí mismo, y arriba de una cornisa del 24° piso de un edificio llegó al punto más bajo de su existencia.

El cambio empezó cuando, animado por su madre, decidió entrar en la Fazenda de la Esperança – un proyecto con estructuras en varios países del mundo y que lleva en su ADN la espiritualidad de la unidad, en la que se inspiraron sus fundadores. Allí empezó a hacer un programa de rehabilitación dedicado a personas con distintos tipos de dependencias. “A lo largo del programa aprendí a ver más allá de mí mismo, más allá de mis egoísmos y superficiales deseos mundanos, a vivir por un fin superior. Aprendí a mirar hacia lo alto y encontré a Dios… Es así que aprendí a amar, a Dios y a los demás, en lo que hago en el momento presente, también cuando es difícil y doloroso”.

En la Fazenda de la Esperança la vida transcurre marcada por tres dimensiones: la espiritual, la comunitaria y la laboral. Cada una ofrece una posibilidad de maduración personal. “Como católico, aprendí a profundizar mi relación personal con Dios, a escuchar y vivir Su Palabra, a buscar la unidad con Él en la Santa Misa, y a rezar como cuando se habla con un amigo”. La vida comunitaria le enseñó que “para amar plenamente a Dios necesito amar a las personas que tengo a mi alrededor, y ver a Jesús en ellas”. Lo entrenó a ir más allá de las diferencias para servir a cada hermano. A compartir la comida, a escuchar a los compañeros tristes, a hacer los quehaceres domésticos. En el trabajo, fatigoso u ordinario, Christian aprendió a dar lo mejor de sí, “sin importar lo difícil, físicamente exhaustivo, aburrido, sucio o desagradable que podía ser”.

A lo largo del camino de recuperación le pidieron que fuera coordinador de sus compañeros: “Fue difícil para mí modular la gentileza y firmeza, sobre todo cuando había peleas. Una vez fui acusado injustamente de un robo, no me sentía amado. Quería rendirme, pero después decidí quedarme porque quería sanar de la dependencia y ser una persona nueva. Me puse a amar en cada momento, a pesar de los juicios de los demás. Le pedí ayuda a Dios y lo sentí todavía más cercano”.

Hoy Christian afronta el desafío de la vida fuera del contexto protegido de la Fazenda, y delante de las tentaciones del juego de azar encuentra refugio en Dios. De hecho ha descubierto que la felicidad auténtica la encuentra apuntando a metas altas: “Me di cuenta de que la felicidad la encuentro cuando amo a Dios, cuando lo siento presente en la oración, en las personas que encuentro, en la actividad que desempeño, cuando amo en el momento presente. Para apuntar hacia lo alto no hace falta hacer grandes cosas, basta hacerlas con amor. Éste es hoy mi estilo de vida”.

Claudia Di Lorenzi

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