En medio de los tres días parisinos de la sesión 2012 de las Semaines Sociales (23-25 de noviembre) tuvo lugar la intervención de María Voce, en la plenaria del 24 en la tarde, sobre el tema “Hombres y mujeres en la Iglesia”. El mensaje que emerge de su discurso subraya que no es una cuestión de poder, sino de amor. El argumento fue afrontado junto al teólogo Alphonse Borras y a Anne Ponce, la jefa de la redacción de la Revista católica francesa Pèlerin.
En una institución en donde la jerarquía es masculina, ¿cómo dar un reconocimiento al creciente aporte de las mujeres? A partir de esta pregunta inicia la tarde. María Voce interviene gustosa, presentando el testimonio de una mujer a la cabeza de un Movimiento que tiene una composición variada y difusión mundial, fundado por una mujer, Chiara Lubich y que –como ratifican los Estatutos- será siempre guiado por una mujer. Un Movimiento que lleva en su ADN la unidad en la distinción, por lo que el ejercicio de la responsabilidad es practicado conjuntamente entre hombres y mujeres.
María Voce subraya ante todo que el papel del hombre y de la mujer debe ser entendido «a la luz del designio de Dios sobre la humanidad. Creados por Dios “a su imagen y semejanza” (Gen. 1, 26), ellos están llamados a participar de Su vida íntima y a vivir en comunión recíproca de amor, según el modelo de Dios que es Amor, Trinidad. Por lo que la dignidad del hombre y de la mujer encuentra su fundamento en el Dios creador. Si la mujer no puede tener acceso a la carrera eclesiástica, ella detenta el más grande de los carismas: el amor. La mujer puede reflejarse en María, la creatura más grande que exista, en Aquella que ha vivido el amor en modo perfecto».
Después de haber recorrido a grandes rasgos la historia y la composición del Movimiento de los Focolares, María Voce se pregunta: «¿Cómo hacer para mantener unidas a todas estas personas, en una única familia? En el Movimiento de los Focolares se da más importancia a la vida que a las estructuras, aunque sean útiles». A lo largo de los años la Iglesia ha puesto a prueba esta estructura «en especial por lo que respecta a la presencia de una mujer, Chiara Lubich, como fundadora y Presidente. Los intentos de anexión, o de ponerlo bajo la tutela de la jerarquía eclesiástica fueron numerosos. Inicialmente parecía que a la cabeza del Movimiento tenía que estar un hombre y preferiblemente un sacerdote. Chiara, y con ella todo el Movimiento, siempre obedeció incondicionalmente a la Iglesia. La frase del Evangelio “Quien a ustedes escucha a mí me escucha” (Lc 10,16) tenía que ser siempre respetada, aunque si le parecía que un hombre como cabeza de esta Obra habría alterado su misma naturaleza, nadie mejor que ella sabía que había nacido de Dios y no de un proyecto humano».
Esto para subrayar que «el reconocimiento de la mujer en la Iglesia necesita de una especie de “lucha”, es decir de la fidelidad a sí misma, a la propia conciencia y, en último caso al proyecto de Dios. Pero una “lucha” que, en este caso, para Chiara tuvo las características de una “Pascua”, es decir de una muerte y de una resurrección, que permitieron que se manifestara plenamente el designio de Dios, Su voluntad, sobre el papel de la mujer».
«Esta presidencia femenina –prosigue María Voce- es muy significativa: indica una distinción entre el poder de gobierno y la importancia del carisma». Es un mensaje lanzado a la Iglesia «para subrayar la prioridades del amor, prioridad que no es sólo femenina. Sólo que la mujer, por su predisposición a la maternidad, tiene una gran capacidad de amor que le permite percibir dentro de sí lo que el otro está viviendo, así como sólo una madre puede hacer…». María Voce subraya que el verdadero “poder” reside en el amor del Evangelio que genera la presencia de Jesús en medio de la comunidad, afirmando que si se construye sobre esta base «se genera un vuelco extraordinario»
«La unidad entre el hombre y la mujer sigue teniendo un equilibrio precario –prosigue la Presidente de los Focolares-. Cada uno siempre ha de redescubrir el valor del otro, y ninguno de los dos debe olvidar que la diversidad es una riqueza; ni deben cansarse de volver a emprender cada vez el camino real del diálogo». Es una Obra que «quiere dar un testimonio de que la unidad de la familia humana debe, como primera cosa, asegurar en sí misma la unidad», con la conciencia –recuerda en la conclusión- «que cualquier estructura eclesial no vive en función de sí misma sino para el bien de la humanidad en donde está inmersa».
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