No se mantiene una sociedad sin justicia; sin embargo, para la sociedad vale mucho más la caridad, que supera la justicia sin anularla.

La justicia funda la sociedad, la caridad la alimenta; una es el cerebro, la otra es el corazón; una es el esqueleto, la otra la sangre.

Roma con su derecho llegó muy lejos en el camino de la civilización: -da a cada uno lo propio-, pero no llegó donde llegó Cristo, que dijo: da a los otros también lo tuyo-.

La justicia dice: -no robar las cosas de los demás-. La caridad propone: -da a aquel que tiene necesidad tus cosas-. O sea con la justicia damos a otros lo que es de ellos; con la caridad damos a ellos también lo que es nuestro.

Es por lo tanto no sólo un restablecimiento del equilibrio pre existente o presupuesto, sino un crecimiento o mejora de ese equilibrio, hacia una equidad a la cual el derecho no llega. Un patrón que da al obrero el sueldo pactado, queda en la justicia; pero si al salario, que es insuficiente para la familia, le agrega más de lo pactado, entra en la caridad. Aquélla no quita; pero ésta agrega. En suma en el derecho, como está codificado y como está entendido, se puede morir de hambre y de abandono; en la caridad no: mientras existe uno que come y vive, dará su propio pan y su propia ayuda también a los demás. Y si la fuerza de la justicia mantiene a los hombres en su lugar fríamente, como objetos en un cajón, la fuerza de la caridad los vincula en una solidaridad familiar, rompiendo los tabiques divisorios y haciendo circular calor y sonrisa.

Fuerza expansiva y cohesiva, más rica y más nutriente que la justicia, la caridad no se queda contenta manteniendo a cada uno en su lugar en el mundo, ella tiende a construir en el mundo un lugar para todos –una familia- siempre abierta y pronta a re-crear las fuentes de la vida y de la esperanza.

Por lo tanto mientras que la Justicia fue representada con los platos de la balanza en la mano y la venda en los ojos, la Caridad tiene en cambio los ojos bien abiertos para ver incluso donde la mirada de los distraídos y de los felices no llega, y no está midiendo lo que da; y ofrece a manos llenas, sin razonar demasiado sobre los méritos de la persona –del hermano- a quien le da.

Este servicio –este prodigarse por los hermanos, este transferir a ellos nuestra fortuna, nuestras fuerzas y nuestra sangre, hace que nuestra vida sea la de ellos- de ordinario, en la identificación cristiana, es un servicio que se da, a través de los hermanos, al mismo Cristo; y –por la reversibilidad del cuerpo místico- un servicio, el más verdadero, el más conspicuo, hecho a nosotros mismos.

Hagamos nuestros intereses cumpliendo con los intereses de los otros: sirviendo. El padre sirve a los hijos, el ciudadano sirve a la comunidad, el sacerdote sirve a los fieles, el que manda sirve al que obedece, y así en más; y todos somos siervos de Cristo, que da la vida por todos.

Este amor nace en el orden de la gracia: pero no se queda allí. Somos cristianos, somos hermanos, si estamos en la Iglesia, siempre: por lo tanto cada sociedad, también civil,  económica, si está compuesta por cristianos, está dentro del ciclo de lo divino y se beneficia de ello. Animada por la caridad, simplifica los propios problemas humanos y conspira a la solución de los problemas eternos.

Esta es la caridad vista como gran virtud social. Y Cristo es un deudor que paga cien por uno. Puede dar una eternidad por un modesto – y tal vez sucio – papel moneda.

La sociedad cristiana, Città Nuova, 2010, pp. 98-101.

 

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