Movimiento de los Focolares
Constructores de la nueva Civilización del Amor

Constructores de la nueva Civilización del Amor

En un momento en el cual, el encuentro entre fedes y culturas parece ser el único antídoto ante los conflictos y las tensiones que amenazan al mundo, la J.M.J. de Toronto ha abierto, además, a los jóvenes, el horizonte del diálogo interreligioso. Durante tres días la iglesia de San Patricio se convirtió en teatro de canciones, danzas, “sketchs”, video-clips y verdaderos fuegos artificiales de testimonios de jóvenes de religiones diferentes que comparten el espíritu de unidad de los Focolares, a quienes la Iglesia canadiense había confiado esta iniciativa. Sorprendió mucho a los medios americanos el hecho de que en Toronto estuviesen también jóvenes hebreos, musulmanes, hindúes y budistas.

Los testimonios mostraban con hechos concretos que el arte de amar radica en la así llamada regla de oro: “Haz a los demás lo que quisieras que te hiciésen a tí”, común en todas las religiones, cambia decididamente la vida, alivia llagas, abre nuevos horizontes, une a jóvenes de culturas y religiones distintas respetando plenamente la identidad de cada uno. Metta, budista tailandesa, acusada de haber tenido un lavado de cerebro, por parte de los cristianos, conquista más tarde a toda la escuela budista a sus ideas. Avinash, hindú, habla del encuentro con los “Jóvenes por un mundo unido” de Bombay y del descubrimiento de una vida tan rica de valores. Ya desde niña, Ikram, estudiante musulmana de Marruecos, había aprendido el arte de amar a través de su maestra cristiana. Hoy, en la universidad de Bélgica, donde estudia, este arte es la llave que le abre el diálogo con todos.

Y toman también la palabra una periodista hebrea, un Imam de los Estados Unidos. No falta un testimonio cristiano, como el de Alicia, de Burundi, que logró perdonar a quien había matado a parte de su familia y, junto con colegas pertenecientes a la otra tribu, se convirtió en punto de referencia de la universidad para los jóvenes de las dos étnias combatientes. Con gran alegría se acogió, luego, en San Patricio, al Cardenal Francis Arinze, Presidente del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso. “Se puede decir que el diálogo –afirmó- es una componente irreversible en la Iglesia Católica”.

Palabra de vida Agosto 2002

El lago de Tiberíades, llamado también “mar de Galilea”, tiene 21 kilómetros de largo y 12 de ancho. Cuando el viento baja impetuoso por el valle de la Bekaa llega a provocar miedo, incluso entre los pescadores acostumbrados a navegarlo. Pues bien, esa noche los discípulos sintieron realmente miedo: olas altas y viento contrario. A duras penas lograban dominar la barca.
Sucedió entonces algo inesperado. Jesús, que se había quedado en tierra, solo, para orar, apareció de improviso sobre las aguas. Ya excitados por las condiciones del mar, los discípulos comenzaron a gritar, espantados, creyendo ver un fantasma. Ese que veían delante de ellos no podía ser Jesús. Está escrito en el libro de Job que sólo Dios camina sobre las aguas (Cf Jb 9, 8). Pero Jesús les dice: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Sube a la barca y el mar se calma. Los discípulos no solamente recobran la paz, sino que por primera vez lo reconocen como “hijo de Dios”: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

«Tranquilícense, soy yo; no teman»

Esa barca agitada por el viento y sacudida por las olas se ha convertido en el símbolo de la Iglesia de todos los tiempos. Para todo cristiano que realiza la travesía de la vida, tarde o temprano llega el momento del temor. Imagino que tú también, alguna vez, te habrás encontrado con el corazón agitado por la tempestad; a lo mejor te has sentido arrastrado, por un viento contrario, en dirección opuesta a donde querías llegar; has tenido miedo de que tu vida o la de tu familia naufragara.
¿Quién puede estar exento de pruebas? A veces la prueba asume los rostros del fracaso, de la pobreza, de la depresión, de la duda, de la tentación… A veces lo que más daño nos hace es el dolor de quien tenemos al lado: un hijo drogadicto o incapaz de encontrar su camino, el marido alcohólico o sin trabajo, la separación o el divorcio de personas queridas, los padres ancianos y enfermos… Da miedo también la sociedad materialista e individualista que nos rodea, las guerras, las violencias, las injusticias… Ante estas situaciones también puede insinuarse la duda: ¿Adónde ha ido a parar el amor de Dios? ¿Ha sido todo una ilusión? ¿Es un fantasma?
No hay nada peor que sentirse solos en el momento de la prueba. Cuando no hay nadie con quien poder compartir el dolor, o que esté en condiciones de ayudarnos a resolver las situaciones difíciles, cualquier sufrimiento parece insoportable. Jesús lo sabe, por eso aparece sobre nuestro mar en tempestad, viene junto a nosotros y nos repite nuevamente:

«Tranquilícense, soy yo; no teman»

Soy yo, parece decirnos, en ese miedo tuyo: yo también, en la cruz, cuando grité mi abandono me sentí invadido por el temor de que el Padre me hubiera abandonado. Soy yo, en ese desaliento tuyo: en la cruz también yo tuve la impresión de que me faltaba el aliento del Padre. ¿Estás desorientado? Yo también lo estaba, a tal punto que grité “¿por qué?”. Yo, como y más que tú, me he sentido solo, inseguro, herido… Yo he sentido sobre mí el dolor de la maldad humana…
Jesús ha entrado verdaderamente en cada dolor, ha cargado con cada prueba nuestra, se ha identificado con cada uno de nosotros. El está bajo todo lo que nos hace daño, que nos da miedo. Bajo toda circunstancia dolorosa, temible, hay un rostro suyo. El es el Amor y es propio del amor despejar todo temor.
Cada vez que nos asalta una duda, que somos sofocados por un dolor, podemos reconocer la verdadera realidad que allí se esconde: es Jesús que se hace presente en nuestra vida, es uno de los tantos rostros con los cuales se manifiesta. Llamémoslo por su nombre: eres tú, Jesús abandonado-duda; eres tú, Jesús abandonado-traicionado; eres tú, Jesús abandonado-enfermo. Hagámoslo entonces subir a nuestra barca, démosle buena acogida, dejémoslo entrar en nuestra vida. Y luego sigamos viviendo lo que Dios quiere de nosotros, entregándonos a amar al prójimo. Descubriremos que Jesús es siempre Amor. Entonces podremos decirle, como los discípulos: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”.
Abrazándolo, él se volverá nuestra paz, nuestro consuelo, valor, equilibrio, la salud, la victoria. Será la explicación de todo y la solución de todo.

Chiara Lubich

 

“La fraternidad como categoría política” lanzada por Chiara Lubich como absoluta necesidad después del 11 de septiembre

“La fraternidad como categoría política” lanzada por Chiara Lubich como absoluta necesidad después del 11 de septiembre

La fraternidad como categoría política es la respuesta más innovadora ante las tensiones y conflictos del mundo, así como en cada uno de los Estados y dentro de las administraciones locales”. Es uno de los puntos claves del mensaje que Chiara Lubich lanzó desde Rimini donde había sido invitada por el alcalde, Alberto Ravaioli. La Administración comunal y provincial han querido que precisamente desde esta ciudad, Rimini, capital del turismo y de la hospitalidad, ciudad de tradición cosmopolita, partiera este fuerte mensaje.

Esperanza bien expresada por el mensaje de la fundadora de los Focolares, centrado en la “Fraternidad y la paz para la unidad de los pueblos”. Tres palabras que ella definió como “tremendamente actuales, porque después del fatídico 11 de septiembre, su absoluta necesidad ha emergido paradójicamente de la conciencia de muchos”. Y aquí ha hecho un llamado a las “tantas redes ya en acto que unen a los pueblos, a las culturas y las diversidades” gracias a las decenas y decenas de Movimientos y comunidades eclesiales en expansión no sólo en Europa, sino en todo el mundo. Esperanza bien expresada por el mensaje de la fundadora de los Focolares, centrado en la “Fraternidad y la paz para la unidad de los pueblos”. Tres palabras que ella definió como “tremendamente actuales, porque después del fatídico 11 de septiembre, su absoluta necesidad ha emergido paradójicamente de la conciencia de muchos”. Y aquí ha hecho un llamado a las “tantas redes ya en acto que unen a los pueblos, a las culturas y las diversidades” gracias a las decenas y decenas de Movimientos y comunidades eclesiales en expansión no sólo en Europa, sino en todo el mundo.

Chiara da un ejemplo concreto: el “Movimiento de la unidad”, emanación de los Focolares, surgido en 1996, formado por políticos que asumen la fraternidad como categoría política. “No se trata de un nuevo partido, sino de un Movimiento que es portador de una cultura y de una praxis política nueva”, que hace posible, por ejemplo, el diálogo entre la mayoría y la oposición. “Quien está en el gobierno, reconoce los aportes positivos de la oposición y favorece su papel de contralor. La oposición es conducida a través de una crítica constructiva que no intenta obstaculizar la acción del gobierno, sino corregirlo para mejorarlo. Así se favorece la búsqueda de la solución mejor para la comunidad, la cual se garantiza plenamente sólo si gobierno y oposición ejercitan ambos del mejor modo su propio papel”. Y habló de “resultados políticos de relieve” como “entre fracciones opuestas en Irlanda del Norte”. Yendo a la raíz de las causas del terrorismo, que se han profundizado en los meses sucesivos a los atentados en los Estados Unidos, ha citado como “fundamental” en desequilibrio existente, en nuestro planeta, entre países ricos y países pobres, un desequilibrio que requiere una mayor comunión de bienes. Imposible “hasta que la humanidad no esté guiada por un ardiente deseo y un fuerte compromiso de fraternidad universal”. Seguidamente el Prof. Stefano Zamagni presentó el proyecto Economía de Comunión, lanzado por Chiara Lubich hace 10 años, que inspira la administración de más de 750 empresas en el mundo, definido por él como “un nuevo paradigma económico”. Siguió la presentación del proyecto del Polígono empresarial, que próximamente se realizará en las cercanías de la ciudadela de Loppiano.

Palabra de vida Julio 2002

Estas palabras de Jesús son tan importantes, que el Evangelio de Mateo las cita dos veces (Mt 13, 12; 25, 29). Ellas muestran claramente que la economía de Dios no es como la nuestra. Sus cálculos son siempre distintos de los nuestros, como, por ejemplo, cuando paga lo mismo al obrero de la última hora que al de la primera (Cf Mt 20, 1-16).
Estas palabras Jesús las dijo respondiendo a los discípulos que le preguntaban por qué a ellos les hablaba abiertamente, mientras que a los otros se dirigía con parábolas, de manera velada. A sus discípulos Jesús les daba la plenitud de la verdad, la luz, precisamente porque lo seguían, porque para ellos él era todo. A ellos, que le habían abierto el corazón, que estaban plenamente dispuestos a darle acogida, que ya tenían a Jesús, a ellos Jesús se da en plenitud.
Para comprender esta manera de actuar suya, puede resultar útil recordar otra Palabra semejante, que cita el Evangelio de Lucas: “Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38). En las dos frases, según la lógica de Jesús, tener (al que tiene se le dará) equivale a dar (a quien da, será dado).
Estoy segura de que también tú has experimentado esta verdad evangélica. Cuando ayudaste a una persona enferma, cuando consolaste a alguien que estaba triste, cuando estuviste al lado de quien se encontraba solo, ¿no te ha sucedido a veces probar una alegría y una paz que no sabías de dónde venían? Es la lógica del amor. Cuanto más uno se dona, tanto más se enriquece.
Entonces, la Palabra de este mes, la podríamos leer así: a quien tiene amor, a quien vive en el amor, Dios le da la capacidad de amar más todavía, le da la plenitud del amor hasta hacerlo ser como él, que es Amor.

«A quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.»

Sí, es el amor el que nos hace ser. Nosotros existimos porque amamos. Si no amáramos, o cada vez que no amamos, no somos, no existimos (“se le quitará aún lo que tiene”).
Entonces, no nos queda otra cosa que amar, sin ahorrarnos nada. Sólo así Dios se dará a nosotros y con él llegará la plenitud de sus dones.
Demos concretamente a quien está a nuestro alrededor, seguros de que dándole a él le damos a Dios; demos siempre; demos una sonrisa, un acto de comprensión, un perdón, una escucha; demos nuestra inteligencia, nuestra disponibilidad; demos nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras ideas, nuestra actividad; demos la experiencia, las capacidades, los bienes para compartir con los demás, de manera que nada se acumule y todo circule. Nuestro dar abre las manos de Dios que, en su providencia, nos llena con sobreabundancia para poder dar más todavía, y mucho, y volver a recibir, y poder así ir al encuentro de las inmensas necesidades de muchos.

«A quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.»

El don más grande que Jesús quiere hacernos es él mismo, que quiere estar siempre presente en medio de nosotros: esta es la plenitud de la vida, la abundancia de la cual quiere colmarnos. Jesús se da a sus discípulos cuando lo siguen unidos. Por lo tanto, esta Palabra de vida nos recuerda también la dimensión comunitaria de nuestra espiritualidad. Podemos leerla de esta manera: a los que tienen el amor recíproco, a los que viven la unidad, se le dará la presencia misma de Jesús en medio de ellos.
Y se le dará más todavía. A quien tiene, a quien ha vivido en el amor y de esta manera se habrá ganado el céntuplo en esta vida, también se le dará, por añadidura, el premio: el Paraíso. Y en abundancia.
En cambio el que no tiene, el que no tendrá el céntuplo porque no ha vivido en el amor, tampoco gozará en el futuro del bien y de los bienes (parientes, cosas) que tuvo en la tierra, porque en el infierno no habrá más que pena.
Amemos, entonces. Amemos a todos. Amemos a tal punto que también el otro ame a su vez, y el amor sea recíproco: tendremos la plenitud de la vida.

Chiara Lubich

 

“Una experiencia espiritual, no sólo un ejercicio académico”

“Una experiencia espiritual, no sólo un ejercicio académico”

  Este encuentro ha sido una experiencia espiritual, no sólo un ejercicio académico. Todos hemos experimentado la cercanía de Dios. Hemos sido introducidos en la tradición cristiana que ya conocíamos algo, pero en modo especial la experiencia espiritual de Chiara, su experiencia de Dios, nos ha enriquecido, porque es muy similar a la que han experimentado nuestros santos”. Es lo que ha declarado en una entrevista a la Radio Vaticana, la prof. Kala Acharya, directora del Instituto de Cultura Sanskriti Peetham de la Universidad Somaiya de Vidyavihar (Bombay), entre los promotores de este simposio Hindú-cristiano, que en su inauguración contó con la presencia del Card. Iván Díaz, de Bombay, y de Mons. Felix machado, encargado de las relaciones con el Hinduismo en el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. “Los diversos estudiosos han expresado con profundidad sus tradiciones y convicciones, en un clima de gran apertura y fraternidad –dijo el Prof. Giuseppe Zanghì co-responsable del Centro del Diálogo Interreligioso del Movimiento de los Focolares, que ha organizado el simposio con la Prof. Kala Acharya. “Todo se desarrollo a un nivel fuertemente académico, pero impregnado y nutrido por una fortísima espiritualidad. Ha sido un verdadero enriquecimiento recíproco. Por nuestra parte ha sido un entrar en una cultura milenaria que ciertamente tiene riquezas humanas, pero también divinas –no tengo miedo de afirmarlo- que son notables y que debemos hacer nuestras, para que el diálogo sea un diálogo sincero”. �Perspectivas para el futuro? El Prof. Shantilal K. Somaiya, Presidente de la homónima Universidad, hijo del fundador del Ateneo, responde: “Chiara vendrá a visitar la India a partir del 8 de enero. En la relación con nosotros hay un progreso continuo, una profunsa unidad y amor recíproco. El diálogo está a la orden del día en el tercer milenio. Estoy seguro que las Religiones aprenderán a vivir juntas, a comprenderse y a trabajar conjuntamente para el beneficio de la humanidad. Ésta es la finalidad”. La Kala Acharya: “Lo que hemos iniciado ciertamente tendrá una continuidad y estoy segura que florecerá”. Para el Prof. Zanghì se llevará adelante este encuentro: “Se ha abierto una ventana, una realidad que tendrá desarrollos importantes”. Un fruto notable: estaba presente, como observador, un japonés del Movimiento budista Rissho Kosei-kai. Y juntos se ha proyectado para el 2003 un encuentro análogo con los budistas. En audiencia con el Papa Miércoles 19, los participantes en el Simposio estaban presentes en la audiencia general en el Aula Pablo VI, donde el Papa los saludó y se detuvo para hacer una foto de recuerdo. �Quién es el Papa para los hindúes? Prof. Somaiyav: Es un gran jefe espiritual. Prof. Kala Acharya: Para los hindúes, los Santos so los Santos, es algo que va más allá de la religión. Nosotros somos muy abiertos… Y el Papa es el gran Santo que yo respeto. (de una entrevista de la Radio Vaticana)

Palabra de vida Junio 2002

El comportamiento de Jesús es tan nuevo con respecto a la mentalidad corriente, que muchas veces escandalizaba a las personas de bien. Como esa vez que llamó a Mateo a seguirlo y fue a almorzar a su casa. Mateo era un recaudador de impuestos. Por su profesión no era querido por la gente, es más, era considerado un pecador público, un enemigo al servicio del Imperio Romano.
Los fariseos se preguntaban porqué Jesús se sentaba a comer con un pecador: ¿no era mejor mantenerse a distancia de cierta gente? Esta pregunta le da pié a Jesús para explicar que él quiere encontrarse justamente con los pecadores, como un medico con los enfermos. Y concluye diciéndoles que vayan a estudiar qué significa la palabra de Dios citada en el Antiguo Testamento por el profeta Oseas: “Porque yo quiero misericordia y no sacrificios” (Cf Os 6, 6).
¿Por qué Dios quiere, de nosotros, la misericordia? Porque nos quiere como él. Tenemos que asemejarnos a él como los hijos se asemejan al padre y a la madre. A lo largo de todo el Evangelio Jesús nos habla del amor del Padre tanto por los buenos como por los malos, por los justos como por los pecadores: por cada uno, sin hacer diferencias ni excluir a nadie. Si tiene preferencias, es por aquellos que parecen no merecer que se los ame, como en la parábola del hijo pródigo.
Jesús afirma: “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6, 36): ésta es la perfección (Mt 5, 48).

«Vayan y aprendan qué significa: Prefiero la misericordia al sacrificio»

Hoy también Jesús dirige esta invitación a cada uno de nosotros: “Vayan y aprendan…”. Pero, ¿adónde ir? ¿Quién nos podrá enseñar lo que quiere decir ser misericordiosos? Uno solo: justamente él, Jesús, que fue en busca de la oveja descarriada, que perdonó a quien lo había traicionado y crucificado, que dio su vida por nuestra salvación. Para aprender a ser misericordiosos como el Padre, perfectos como él, hay que mirar a Jesús, revelación plena del amor del Padre. El dijo: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

«Vayan y aprendan qué significa: Prefiero la misericordia al sacrificio»

¿Por qué la misericordia y no el sacrificio? Porque el amor es el valor absoluto que da sentido a todo el resto, incluso al culto, al sacrificio. En efecto el sacrificio más agradable a los ojos de Dios es el amor concreto por el prójimo, que en la misericordia encuentra su más alta expresión.
Misericordia que ayuda a ver siempre nuevas a las personas con las cuales vivimos cotidianamente en familia, en la escuela, el trabajo, sin detenernos a recordar sus defectos, sus errores; misericordia que nos permite no juzgar, sino perdonar las ofensas recibidas, e incluso olvidarlas.
Nuestro sacrificio no ha de consistir en hacer largas vigilias o ayunos, o dormir en el suelo, sino en dar cabida siempre en nuestro corazón a quien pasa a nuestro lado, sea bueno o malo.
Eso es justamente lo que hizo un señor que trabajaba en la recepción de un hospital. Su aldea había sido totalmente arrasada por sus “enemigos”. Una mañana vio llegar a un hombre con un pariente enfermo. Por el tono de voz comprendió enseguida que se trataba de uno de los del bando “enemigo” que, por miedo, trataba de ocultar su identidad para que no lo rechazaran. Entonces, sin pedirle los documentos, lo ayudó, aunque debía hacer un gran esfuerzo para vencer el odio que sentía por dentro desde hacía tanto tiempo. En los días siguientes tuvo ocasión de asistirlo en varias oportunidades. El último día el “enemigo” pasó por la caja a pagar y le dijo: “Tengo que confesarte algo que no sabes”. “Desde el primer día sé quién eres”, le contestó él. “Entonces, ¿por qué me has ayudado, si soy tu ‘enemigo’?”.
Como para él, también para nosotros la misericordia nace del amor que sabe sacrificarse por cualquier persona, a ejemplo de Jesús, que llegó al punto de dar la vida por todos.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Mayo 2002

El evangelista Mateo inicia su Evangelio recordando que ese Jesús, del cual está por relatar su historia, es el Dios-con-nosotros, el Emanuel, y la concluye con las palabras que citamos al comienzo, con las cuales Jesús promete que permanecerá siempre con nosotros, también después de haber vuelto al Cielo. Hasta el fin de los tiempos será el Dios-con-nosotros.
Jesús dirige estas palabras a los discípulos después de haberles confiado la misión de ir por todo el mundo llevando su mensaje. Era perfectamente consciente de que los enviaba como ovejas en medio de lobos y que habrían sufrido contrariedades y persecuciones. Por eso, justamente porque no quería dejarlos solos, en el momento en el cual está por ir les promete que ¡va a permanecer! Ya no lo verán con sus ojos, no sentirán más su voz, ya no podrán tocarlo, pero él estará presente en medio de ellos como antes, incluso más que antes. En efecto, si hasta entonces su presencia estaba localizada en un lugar determinado, en Cafarnaún, en el lago, en el monte o en Jerusalén, de ahora en adelante estará en cualquier parte que estén sus discípulos.
Jesús nos tenía presentes también a nosotros, que habríamos tenido que vivir sumergidos en la existencia compleja de cada día. Dado que era Amor encarnado, habrá pensado: quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos cualquier preocupación, quisiera aconsejarlos, quisiera caminar con ellos por las calles, entrar en sus casas, renovar con mi presencia su alegría.
Por eso quiso permanecer con nosotros y hacernos sentir su cercanía, su fuerza, su amor.
El Evangelio de Lucas relata que, después de haberlo visto ascender al Cielo, los discípulos “volvieron a Jerusalén con alegría”. ¿Cómo era posible? Habían experimentado la realidad de sus palabras.
También nosotros seremos plenamente felices si creemos de verdad en la promesa de Jesús.

«Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo»

Estas palabras, las últimas que Jesús dirige a sus apóstoles, marcan el final de su vida terrenal y, al mismo tiempo, el comienzo de la vida de la Iglesia, en la cual está presente de diversas maneras: en la Eucaristía, en su Palabra, en los ministros (los obispos, los sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los prójimos.
A nosotros nos gusta subrayar una presencia particular de Jesús, la que él mismo, siempre en el Evangelio de Mateo, nos ha señalado: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”. Mediante esta presencia él quiere establecerse en cualquier lugar.
Si vivimos lo que él nos propone, especialmente su mandamiento nuevo, podemos probar esa presencia suya también fuera de los templos, en medio de la gente, en los lugares donde uno vive, por todas partes.
Lo que se nos pide es ese amor recíproco, de servicio, de comprensión, de participación en los dolores, en las preocupaciones y las alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo cubre, que todo perdona, típico del cristianismo.
Vivamos así, para que todos tengan la posibilidad de encontrarse con él ya en esta tierra.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida april 2002

Ver a Jesús es, en el Evangelio de Juan, de capital importancia. Es la prueba evidente de que verdaderamente Dios se ha hecho hombre. Ya en la primera página del Evangelio encontramos el testimonio apasionado del Apóstol: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria”.
Se siente cómo circula el grito de cuantos lo han visto, sobre todo después de la resurrección. Lo anuncian María de Magdala: “He visto al Señor”, y los apóstoles: “¡Hemos visto al Señor!”. También el discípulo que Jesús amaba: “vio y creyó”.

El apóstol Tomás era el único que no había visto al Señor resucitado, porque no estaba presente el día de Pascua, cuando se le apareció a los otros discípulos. Todos habían creído porque habían visto. También él –así dijo– habría creído si, como los otros, hubiese visto. Jesús le tomó la palabra y ocho días después de la resurrección se presentó ante él, para que también creyera. Al ver delante suyo a Jesús vivo Tomás estalló en esa profesión de fe que es la más profunda y la más completa nunca antes pronunciada en todo el Nuevo Testamento: “¡Señor mío y Dios mío!”. Entonces Jesús le dijo: “Ahora crees, porque has visto”:

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

También nosotros, como Tomás, querríamos ver a Jesús, especialmente cuando nos sentimos solos, en la prueba, bajo el peso de las dificultades… Nos podemos reconocer de alguna manera en esos griegos que se acercaron a Felipe y le dijeron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Qué hermoso habría sido, nos decimos, si hubiéramos vivido en el tiempo de Jesús: habríamos podido verlo, tocarlo, escucharlo, hablar con él… Qué hermoso sería que pudiera aparecerse también a nosotros, como se le apareció a María de Magdala, a los doce, a los discípulos…

Dichosos, realmente, los que estaban con él. Lo dijo también Jesús en una bienaventuranza que nos transmite el Evangelio de Mateo y de Lucas: “Felices los ojos de ustedes, porque ven”. Sin embargo ante Tomás Jesús pronuncia otra bienaventuranza:

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

Jesús pensaba en nosotros que ya no podemos verlo con nuestros ojos, pero que no obstante podemos verlo con los ojos de la fe. Sin embargo, nuestra situación no es muy distinta a la del tiempo de Jesús. Tampoco entonces bastaba con verlo. Muchos, aún viéndolo, no le creyeron. Los ojos del cuerpo veían a un hombre, hacían falta otros ojos para ver en él al Hijo de Dios.

Por otra parte, ya muchos de los primeros cristianos tampoco habían podido ver a Jesús y vivían esa bienaventuranza que también hoy estamos llamados a vivir nosotros. Por ejemplo, en la primera carta de Pedro leemos: “Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación”.

Los primeros cristianos habían comprendido muy bien dónde nace la fe de la que Jesús hablaba a Tomás: del amor. Creer es descubrir que somos amados por Dios, es abrir el corazón a la gracia y dejarse invadir por su amor, es confiarse plenamente a ese amor respondiendo al amor con el amor. Si amas, Dios entra en ti y da testimonio de él mismo dentro de ti. El nos da un modo completamente nuevo de ver la realidad que nos rodea. La fe nos hace ver los acontecimientos con sus mismos ojos, nos hace descubrir el plan que tiene sobre nosotros, sobre los otros, sobre toda la creación.

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

Quien nos da un ejemplo luminoso de este nuevo modo de ver las cosas con los ojos de la fe es Teresita del Niño Jesús. Una noche, a causa de la tuberculosis que la habría llevado a la muerte, tuvo un acceso de tos con sangre. Habría podido decir: “tuve un acceso de sangre”. En cambio dijo: “Ha llegado el Esposo”. Creyó aún sin ver. Creyó que, en ese dolor, Jesús venía a visitarla y la amaba: su Señor y su Dios.

La fe, como para Teresita del Niño Jesús, nos ayuda a ver todo con ojos nuevos. Así como ella tradujo este acontecimiento en “Dios me ama”, también nosotros podemos traducir cualquier otro acontecimiento de nuestra vida en “Dios me ama”, o bien: “Eres tú que vienes a visitarme”, o “Mi Señor y mi Dios”.

En el Cielo veremos a Dios tal como él es, pero ya desde ahora la fe abre el corazón a las realidades del Cielo y nos hace entrever todo con la luz del Cielo.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida marzo 2002

En esta perla del Evangelio que es la conversación con la samaritana, junto al pozo de Jacob, Jesús habla del agua como del elemento más simple, pero que evidentemente es el más deseado, más vital para el que está habituado al desierto. No necesita extenderse en explicaciones para hacer entender lo que significa el agua.
El agua de manantial es para nuestra vida natural, mientras que el agua viva, de la que habla Jesús, es para la vida eterna.
Así como el desierto sólo florece luego de una lluvia abundante, del mismo modo las semillas depositadas en nosotros por el bautismo sólo pueden germinar si las riega la Palabra de Dios. Entonces la planta crece, saca nuevos brotes y toma la forma de un árbol o de una hermosa flor. Y todo esto porque recibe el agua viva de la Palabra que suscita la vida y la mantiene por la eternidad.

«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»

Jesús dirige estas palabras a todos nosotros, sedientos de este mundo: a los que son conscientes de su aridez espiritual y sienten que todavía no han apagado su sed, como también a aquellos que ni siquiera advierten la necesidad de beber de la fuente de la vida verdadera y de los grandes valores de la humanidad.
En el fondo, Jesús dirige su invitación a todos los hombres y mujeres de hoy, haciéndonos ver dónde podemos encontrar la respuesta a nuestros porqués, la satisfacción plena de nuestros deseos.
Es nuestra tarea, entonces, abrevar en sus palabras y dejarnos embeber de su mensaje.
¿Cómo?
Reevangelizando nuestra vida, confrontándola con sus palabras, tratando de pensar con la mente de Jesús y de amar con su corazón.
Cada momento en el cual tratamos de vivir el Evangelio es una gota de agua viva que bebemos.
Cada gesto de amor a nuestro prójimo es un sorbo de esa agua.
Sí, porque esa agua tan viva y preciosa tiene la particularidad de que brota de nuestro corazón cada vez que lo abrimos al amor hacia todos. Es una vertiente – la de Dios – que mana agua en la medida en que su vena profunda sirve para saciar la sed de los demás, con pequeños o grandes actos de amor.

«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»

Se comprende entonces que, para no padecer sed, hay que dar el agua viva que obtenemos de él en nosotros mismos.
A veces bastará una palabra, una sonrisa, un simple gesto de solidaridad, para volver a probar una sensación de plenitud, de satisfacción profunda, un estremecimiento de alegría. Y, si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida dará agua cada vez con mayor abundancia, sin agotarse nunca.
Hay además otro secreto que Jesús nos ha revelado, una especie de pozo sin fondo al cual acudir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, él está en medio de ellos. Entonces nos sentimos libres, uno, plenos de luz y torrentes de agua viva brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús que se verifica porque es de él mismo, presente en medio nuestro, de donde brota agua que sacia la sed por la eternidad.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Febrero 2002

Esta es la respuesta de Jesús ante la primera de las tentaciones en el desierto, luego de haber ayunado “cuarenta días y cuarenta noches”. Por otra parte, se trata de lo más elemental, el hambre. Por eso mismo, la propuesta del tentador es la de utilizar sus poderes para convertir las piedras en panes. ¿Qué mal habría en satisfacer una necesidad que es propia de la condición humana?
Sin embargo, Jesús advierte la insidia que se esconde detrás de la propuesta: se trata de la sugerencia de instrumentalizar a Dios, pretendiendo que él se ponga solamente al servicio de nuestras necesidades materiales. En otras palabras, se le pide a Jesús que haga las cosas por su cuenta, en un gesto de autonomía, en lugar de abandonarse como un hijo en el Padre.
Por eso la respuesta de Jesús es también una respuesta a todos nuestros interrogantes ante el hambre del mundo, y a la cada vez más dramática exigencia de alimentos, de casa, de ropa para millones de seres humanos. Sin embargo él, que dará de comer a una multitud con el milagro de la multiplicación de los panes, y que basará el juicio final incluso sobre el dar de comer al hambriento, nos dice que Dios es más grande que nuestra hambre y que su Palabra es el primer alimento esencial para nosotros.

«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

Jesús presenta a la Palabra de Dios como alimento. Esta idea, esta comparación de Jesús nos ilumina nuestra relación con la Palabra.
¿Cómo hacer para alimentarnos de la Palabra?
Si el trigo primero es semilla, luego espiga, y finalmente pan, también la Palabra es como una semilla depositada en nosotros que tiene que germinar, es como una porción de pan que se debe comer, asimilar, transformar en vida de nuestra vida.
La Palabra de Dios, el Verbo pronunciado por el Padre que tomó carne en Jesús, es una presencia suya entre nosotros. Cada vez que la acogemos y tratamos de ponerla en práctica es como si nos alimentáramos de Jesús.
Si el pan alimenta y hace crecer, la Palabra alimenta y hace crecer a Cristo en nosotros, nuestra verdadera personalidad.
Habiendo venido Jesús a la tierra y habiéndose hecho nuestro alimento, ya no nos puede bastar un alimento natural como el pan. Para crecer como hijos de Dios tenemos necesidad del alimento sobrenatural que es la Palabra.

«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

Es tal la naturaleza de este alimento que de él se puede decir, como de Jesús en la Eucaristía, que cuando comemos de él no se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que nos transformamos en él porque, de alguna manera, somos asimilados por él.
Por eso el Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia únicamente en los momentos dolorosos, sino que es el código que contiene las leyes de la vida, leyes que no sólo hay que leer, sino asimilar, comer con el alma, con lo cual nos hacemos semejantes a Cristo momento a momento.
Por eso se puede ser otros él poniendo en práctica plenamente y al pie de la letra su doctrina. Son Palabras de un Dios, con la carga de una fuerza revolucionaria, insospechada.
Esto es lo que tenemos que hacer: alimentarnos de la Palabra de Dios. Por otra parte, así como hoy el alimento necesario a nuestro cuerpo puede ser concentrado en una píldora, también podemos alimentarnos de Cristo viviendo cada vez aunque sea una sola de sus Palabras, porque él está presente en cada una de ellas.
Hay una Palabra para cada momento, para cada situación de nuestra vida. La lectura del Evangelio nos lo podrá revelar.
Vivamos por de pronto el amor al prójimo por amor a Dios, que es como el concentrado de todas las Palabras.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Enero 2002

Este mes todos los cristianos están invitados a pedir por la unidad y han elegido, para meditar y vivir, una Palabra de Dios tomada del Salmo 36. Ella nos dice algo tan importante y vital que se convierte en un instrumento de reconciliación y comunión.
Antes que nada nos dice que hay una única fuente de la vida, Dios. De él, de su amor creativo, nace el universo que le da acogida al hombre.
Es él el que nos da la vida con todos sus dones. El salmista, que conoce las asperezas y arideces de los desiertos y sabe lo que significa una fuente de agua, y la vida que florece a su alrededor, no podía encontrar una imagen más hermosa para cantar a la creación que nace, como un río, del seno de Dios.
Por eso brota del corazón un himno de alabanza y reconocimiento. Este es el primer paso que debemos dar, la primera enseñanza que debemos recoger de las palabras del Salmo: alabar y agradecer a Dios por su obra, por las maravillas del cosmos y por ese ser viviente que es su gloria y la única criatura que sabe decirle:

«En ti está la fuente de la vida»

Pero al amor del Padre no le bastó pronunciar la Palabra con la cual todo ha sido creado: quiso que su misma Palabra tomara nuestra carne. Dios, el único verdadero Dios, se hizo hombre en Jesús y trajo a la tierra la fuente de la vida.
La fuente de todo bien, de todo ser y de toda felicidad vino a establecerse entre nosotros para que, podríamos decir, la tuviéramos al alcance de la mano. “Yo he venido –dice Jesús– para que tengan vida, y la tengan en abundancia”. El ha llenado con su presencia todo tiempo y espacio de nuestra existencia; y ha querido permanecer con nosotros para siempre, de modo que lo podamos reconocer y amar bajo los más variados ropajes.
A veces uno podría pensar: “¡Qué hermoso habría sido vivir en los tiempos de Jesús!”. Pues bien, su amor ha inventado un modo para permanecer no en un rincón perdido de Palestina, sino en todos los puntos de la tierra: él se hace presente en la Eucaristía, como lo ha prometido. Y nosotros podemos acudir allí para alimentar y renovar nuestra vida.

«En ti está la fuente de la vida»

Otra fuente en la cual obtener el agua viva de la presencia de Dios es el hermano, la hermana. Todo prójimo que pasa a nuestro lado, especialmente el necesitado, si lo amamos no lo podemos considerar como alguien que es beneficiado por nosotros, sino como nuestro benefactor, porque nos da Dios. En efecto, amando a Jesús en él [“Tuve hambre (…), tuve sed (…), estaba de paso (…), estaba preso (…)], recibimos como retribución su amor, su vida, porque él mismo, presente en nuestros hermanos y hermanas, es la fuente.

Otra fuente de agua abundante es la presencia de Dios en nuestro interior. El siempre nos habla y a nosotros nos corresponde escuchar su voz, que es la de la conciencia. Cuanto más nos esforcemos por amar a Dios y al prójimo, con más fuerza se hará oír su voz por encima de todas las otras. Pero hay un momento privilegiado en el cual podemos, como nunca, nutrirnos de su presencia dentro de nosotros: es cuando oramos y tratamos de ir en profundidad en la relación directa con él, que habita en el fondo de nuestra alma. Es como una vena de agua profunda que no se agota nunca, que está siempre a nuestra disposición y donde podemos aplacar nuestra sed en cualquier momento. Basta cerrar por un momento los postigos del alma y recogernos, para encontrar esa fuente, aún en medio del desierto más árido. Hasta alcanzar esa unión con él donde se siente que ya no estamos más solos, sino que somos dos: él en mí y yo en él. Y sin embargo somos – por su gracia – uno como el agua y la fuente, como la flor y su semilla.

En esta semana de oración por la unidad de los cristianos, la Palabra del Salmo nos recuerda, por eso, que sólo Dios es la fuente de la vida y, por lo tanto, de la comunión plena, de la paz y de la alegría. Cuanto más acudamos a esa fuente, cuanto más vivamos del agua viva que es su Palabra, tanto más nos acercaremos los unos a los otros y viviremos como hermanos y hermanas. Entonces se verificará lo que el Salmo dice luego: “Y por tu luz, vemos la luz”, esa luz que la humanidad espera.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Diciembre 2001

He aquí una palabra decisiva para nuestra vida y nuestro testimonio en el mundo.
Muchas veces a Pablo le gusta usar, para explicar la conducta de un cristiano, el ejemplo del ropaje que debe endosar el que sigue a Cristo. También aquí, en la carta a los Colosenses, habla de las virtudes que debe poseer nuestro corazón, como de otras tantas piezas del vestuario. Estas son: la misericordia, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la tolerancia, el perdón.
Pero “sobre todo – dice, casi imaginando un cinturón que ata todo y da perfección a lo que se viste – revístanse de la caridad”.
Sí, la caridad; porque para un cristiano no basta con ser bueno, misericordioso, humilde, manso, paciente… Tiene que tener, para con los hermanos y hermanas, caridad.
Pero la caridad – podría objetar alguno – ¿no es acaso ser buenos, misericordiosos, pacientes, saber perdonar? Sí, pero no sólo eso.
La caridad nos la ha enseñado Jesús. Ella consiste en dar la vida por los demás.
El odio le quita la vida a los demás (“el que odia es homicida”), el amor les da la vida. El cristiano tiene caridad sólo si muere a sí mismo por los demás. Pero si tiene caridad –dice Pablo– será perfecto y cualquier otra virtud que tenga se perfeccionará.

«Sobre todo revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección»

Algunos de nosotros pueden tener ciertamente buena disposición hacia los hermanos y hermanas, perdonando y soportando. Pero, si lo observamos bien, no pocas veces nos puede faltar la caridad. Aún con las más sanas intenciones, la naturaleza nos lleva a replegarnos sobre nosotros mismos y, en consecuencia, a quedarnos a medias en el amar a los demás.
Ahora bien, con eso solo no alcanza para considerarse cristianos.
Es necesario poner nuestro corazón en la máxima tensión. Tenemos que decirnos a nosotros mismos, ante cada prójimo que encontramos durante el día (en familia, en el trabajo, en cualquier parte): “Vamos, arriba, respóndele a Dios, es el momento de amar, con un amor tan grande que se juegue incluso la vida”.

«Sobre todo revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección»

Esta Palabra del Apóstol nos invita, por lo tanto, a examinar hasta qué punto nuestra vida cristiana está animada por la caridad, la cual, como vínculo de la perfección, es la que nos relaciona y nos lleva a la más alta unidad con Dios y entre nosotros.
Agradezcamos, por lo tanto, al Señor por haber derramado en nuestros corazones su amor que nos hace cada vez más capaces de escuchar, de identificarnos con los problemas y las preocupaciones de nuestros prójimos; de compartir el pan, las alegrías y los dolores; de hacer caer ciertas barreras que todavía nos dividen; de dejar de lado ciertas actitudes de orgullo, de rivalidad, de envidia, de resentimiento por eventuales ofensas recibidas; de superar esa terrible tendencia a la crítica negativa; de salir de nuestro aislamiento egoísta para ponernos a disposición de quien pasa por alguna necesidad o padece soledad; de construir por todas partes la unidad, querida por Jesús.
Esta es la contribución que nosotros los cristianos podemos darle a la paz mundial y a la fraternidad entre los pueblos, especialmente en los momentos más trágicos de la historia.

Chiara Lubich

 

[:it]“1000 città per l’Europa”, per l’Europa dei cittadini, per una cultura di giustizia e fraternita’, in risposta alla drammatica situazione mondiale

[:it]“1000 città per l’Europa”, per l’Europa dei cittadini, per una cultura di giustizia e fraternita’, in risposta alla drammatica situazione mondiale

Intervengono:


Romano Prodi
Presidente della Commissione Europea
Thomas Klestil
Presidente della Repubblica Austriaca
Jos Chabert
Presidente della Camera delle Regioni alla UE
Chiara Lubich
Fondatrice del Movimento dei Focolari

Live internet

E' un avvenimento progettato da tempo. Dopo l'11 settembre rivela una particolare attualità e significato.
La tragedia che ha colpito gli Stati Uniti, ha posto la comunità mondiale di fronte alla necessità di una risposta politica di tipo nuovo. Nell'opinione pubblica mondiale cresce la coscienza di appartenere ad un'unica famiglia umana. L'Europa ha un ruolo importante da giocare nella ricerca di vie e strumenti che possano far crescere una nuova cultura di giustizia sociale e cooperazione su percorsi di pace e di fraternità tra i popoli, uniche vie praticabili nell'attuale drammatica situazione mondiale.

"Ai comuni – ha dichiarato il sindaco van Staa – viene richiesto coraggio, apertura, senso di responsabilità".
I comuni possono contribuire all'unità europea con un processo dal basso: questa prima assemblea dei poteri locali dell'Europa unita mostrerà quanto le amministrazioni locali siano in grado di agire nel "costruire" i cittadini d'Europa, nel contribuire a comporre e ricomporre diversità delle culture e delle religioni, da sempre ricchezza del vecchio continente, nell'aprire sfide di fraternità intrecciando rapporti stretti e diretti con comunità locali dei paesi poveri degli altri continenti.

Il convegno si propone così di "dare un'anima" al processo di integrazione e di allargamento dell'Europa.

Oltre alla presenza del Presidente austriaco Thomas Klestil, spiccano i due interventi centrali: quello del Presidente della Commissione europea Romano Prodi su "le grandi opportunità dell'attuale fase storica dell'Europa" e quello di Chiara Lubich su "la fraternità in politica come chiave dell'unità d'Europa e del mondo".

Hanno confermato la loro adesione sindaci da tutta Europa, dall'Atlantico agli Urali, spalancando i confini dell'Europa unita. Significativa, in questa proiezione al futuro, la partecipazione anche di oltre 200 giovani, studenti in scienze politiche o comunque attenti al futuro politico del continente.
Sindaci e giovani lavoreranno insieme in quattro gruppi tematici di lavoro, finalizzati alla redazione di un "appello per l’unità europea" rivolto ai governi dei paesi rappresentati, per una autentica "Europa – comunità di popoli".

Il Consiglio Europeo, tenutosi a Nizza nel dicembre scorso, aveva chiesto alle istituzioni europee, governi e parlamenti nazionali, di aprire sull'Europa un dibattito ampio ed aperto per una vasta sensibilizzazione dell’opinione pubblica.
Il Convegno di Innsbruck sarà una tappa importante e forse unica per la sua rilevanza in questo progetto: il documento finale sarà consegnato nelle mani del presidente della commissione che sta preparando il prossimo appuntamento del Consiglio, fissato per dicembre a Laeken, in Belgio.

Le premesse ci sono tutte, come lascia presagire la dichiarazione del Presidente Prodi: "Il convegno costituirà un significativo momento, indispensabile per aiutare a creare un Europa in cui tutti i cittadini si sentano protagonisti".
Chiara Lubich, da parte sua, ha affermato: "L’unità d’Europa: un ideale, un impegno, quello di dare al nostro continente un supplemento d’anima che rinnovi i suoi cittadini e le sue grandi o piccole istituzioni".

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Palabra de vida Noviembre 2001

Lucas escribe su Evangelio cuando ya han comenzado las persecuciones contra los primeros cristianos. Sin embargo, como toda palabra de Dios, ésta tiene que ver con los cristianos de todos los tiempos y con su existencia cotidiana. Contiene una advertencia y una promesa. La primera se refiere más a la vida presente y, la otra, más a la futura. Ambas se verifican puntualmente en la historia de la Iglesia y en las vicisitudes personales de quien trata de ser un discípulo fiel de Cristo. Si uno lo sigue a él es normal que sea odiado. Es el destino, en este mundo, del cristiano coherente. No hay que hacerse ilusiones, y Pablo nos lo recuerda: “Los que quieran ser fieles a Dios en Cristo Jesús, tendrán que sufrir persecución”. Jesús explica el motivo: “Si ustedes fueran del mundo el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia”. Siempre habrá oposición, choque, entre el modo de vivir del cristiano y el de la sociedad que rechaza los valores del Evangelio. Oposición que puede derivar en una persecución más o menos manifiesta o bien en una indiferencia que hace sufrir.

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Es decir, entonces, que estamos sobre aviso. Cuando, de una manera que nos resulta incomprensible, fuera de toda lógica o sentido común, recibimos odio a cambio del amor que hemos tratado de dar, esto no tendría que desconcertarnos, escandalizarnos o maravillarnos. No sería más que la manifestación de esa oposición que existe entre el hombre egoísta y Dios. Pero es también la garantía de que vamos por el buen camino, el mismo que ha recorrido el Maestro. Por lo tanto es tiempo de alegrarse y dar gracias. Eso es lo que Jesús quiere: “Felices, ustedes, cuando sean insultados y perseguidos (…) a causa de mí. Alégrense y regocíjense”. Sí, lo que en ese momento tiene que dominar en el corazón es la alegría, esa alegría que es la nota característica, el distintivo de los verdaderos cristianos en cualquier circunstancia. Por otra parte no olvidemos que también son muchos los amigos, entre los hermanos y las hermanas de fe, cuyo amor es fuente de consuelo y de fuerza.

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Por otra parte, está también la promesa de Jesús: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza”. ¿Qué significan estas palabras? Jesús repite un proverbio de Samuel4 y lo aplica al destino final de sus discípulos para asegurarles que, aún teniendo verdaderos sufrimientos, dificultades reales a causa de las persecuciones, tenemos que sentirnos completamente en las manos de Dios que es un Padre para nosotros, conoce todas nuestras cosas y no nos abandona nunca. Si dice que no caerá ningún cabello de nuestra cabeza, quiere darnos la seguridad de que él mismo se ocupará de cada preocupación, por mínima que sea, de nuestra vida, de nuestras personas queridas y de todo lo que llevamos en el corazón. ¡Cuántos mártires, conocidos y desconocidos, han encontrado en esas palabras de Jesús la fuerza y la valentía para afrontar privaciones de derechos, divisiones, marginaciones, desprecio, hasta la muerte violenta, a veces, con la certeza de que el amor de Dios ha permitido cada cosa por el bien de sus hijos!

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Si sentimos que somos blanco del odio y de la violencia, que estamos a merced de la prepotencia, ya sabemos cuál es la actitud que Jesús nos ha indicado: tenemos que amar a los enemigos, hacer el bien a quien nos odia, bendecir a quien nos maldice, rezar por quien nos maltrata. Es necesario ir al contraataque y vencer al odio con el amor. ¿Cómo? Amando primero nosotros. Y estando atentos de no “odiar” a nadie, ni siquiera de manera oculta o sutil. Porque, en el fondo, este mundo que rechaza a Dios, tiene necesidad de él, de su amor, y es capaz de responder a su llamado. En conclusión, ¿cómo vivir esta Palabra de vida? Alegrándonos cuando descubrimos que somos dignos del odio del mundo, garantía de que seguimos de cerca a Jesús, y poner amor, con hechos, allí, precisamente allí donde está la fuente del odio.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Octubre 2001

Muchas veces Israel, en su historia jalonada de largos exilios, hacía la experiencia de una impotencia radical ante acontecimientos que ninguna fuerza humana hubiera podido cambiar. Entonces aprendía la humildad, es decir, una actitud de dependencia total y de confianza plena en Dios. Por eso, precisamente en su condición de pueblo humilde y pobre, una y otra vez Israel encontraba refugio y escucha sólo en aquél que había establecido con él una alianza eterna.
Luego, en la perspectiva mesiánica, el esperado es un rey humilde que entra en Sión montado en un asno, porque el Dios de Israel es sobre todo el “Dios de los humildes”.
Dado que en Jesús han llegado a cumplimiento todas las expectativas, será entonces de su vida y de sus enseñanzas de donde podremos aprender la verdadera humildad, la que hace que nuestra oración sea aceptada con agrado por el Señor.

«La súplica del humilde atraviesa las nubes».

Toda la vida de Jesús es una lección de humildad. De ser Dios, primero pasó a hacerse hombre en el seno de la virgen María, luego pan, en la eucaristía y, finalmente, “nada” sobre la cruz.
Había dicho: “Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11, 29) y luego, con el lavatorio de los pies, aun siendo el Maestro se había inclinado a hacer el más humilde de los servicios. Había propuesto como modelo a los pequeños y había entrado en Jerusalén llevado por un asno. Al final se dejó crucificar, anonadándose en cuerpo y alma, para obtenernos el paraíso.
¿Por qué todo esto? ¿Qué es lo que impulsaba al Hijo de Dios?
Jesús no hacía otra cosa que revelarnos su relación con el Padre, el modo de amar de la Trinidad, que es un recíproco “hacerse nada” por amor, un eterno donarse el uno al otro.
El, entonces, vuelca sobre la humanidad este amor trinitario que alcanza su punto culminante precisamente en el acto de entregarse completamente en su pasión y muerte.
Dios muestra así su potencia en la debilidad. El suyo es un amor que sostiene al mundo, precisamente porque se ubica en el último lugar, en el escalón más bajo de la creación.

«La súplica del humilde atraviesa las nubes».

Por consiguiente es verdaderamente humilde quien, a ejemplo de Jesús, sabe hacerse nada por amor a los demás, quien se pone delante de Dios en una actitud de disponibilidad total para lo que él quiera, quien está tan vacío de sí mismo que se deja vivir por Jesús.
Su oración, por eso mismo, será escuchada, porque cuando pronuncia la palabra Abba-Padre, ya no es él quien ora; es una oración que obtiene lo que pide porque es puesta en los labios por el Espíritu Santo.
El punto culminante de la vida de Jesús fue cuando “él dirigió, durante su vida terrena, súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Heb 5, 7-8), es decir, por su oración inspirada en la obediencia total a la voluntad del Padre, a su pleno abandono en él.
Esta es, entonces, la oración que atraviesa las nubes y llega al corazón de Dios, la de un hijo que se levanta de su miseria para echarse con confianza en los brazos del Padre.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Septiembre 2001

Aquí la enseñanza de Jesús se refiere al uso de la riqueza, y Lucas, el evangelista de los pobres, se hace su portavoz. El término que usa en arameo significa los bienes materiales, pero aquí es usado por Jesús en sentido negativo, es decir, como el conjunto de tesoros que pueden ocupar el lugar de Dios en le corazón del hombre.
El peligro de la riqueza es que uno se pueda enamorar de ella a tal punto que necesite emplear todas sus fuerzas y todo el tiempo a disposición para mantenerla y acrecentarla. Se convierte en un ídolo al cual se le sacrifica todo. Por eso Jesús la compara a un patrón tan exigente que excluye a cualquier otro. Por eso la exigencia de una opción bien definida.

«Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se pude servir a Dios y al dinero».

Estas palabras de Jesús no tienen que sonar como una condena de la riqueza en sí misma, sino del lugar exclusivo que puede tener en el corazón humano.
No les exige a todos la pobreza absoluta, también externa; tanto es así que entre sus discípulos hay ricos, como José de Arimatea. Lo que él exige es el desapego de los propios bienes. Exige que el rico no se considere dueño, sino administrador de los bienes que posee, los cuales en primer lugar son de Dios y están destinados a todos, y no sólo a algunos privilegiados.
La riqueza es un medio óptimo si sirve al que tiene necesidad, si ayuda a hacer el bien, si se usa con fines sociales, no sólo con obras de caridad sino también en la gestión de una empresa. Sólo así uno se puede servir de los propios bienes sin quedar sometido al servicio de ellos.
Es grande el peligro de acumular riquezas para uno mismo. Por experiencia, y por la historia, sabemos cómo y cuánto el apego a los bienes de esta tierra puede corromper y alejar de Dios. Por lo tanto no tiene que sorprender el llamado de atención tan decidido de Jesús: o Dios, o las riquezas.

Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se pude servir a Dios y al dinero».

¿Cómo poner en práctica, entonces, esta palabra?
Además de aclararnos la relación con la riqueza, esta frase, como toda palabra de Dios, nos dice muchas otras cosas.
Jesús no nos plantea la alternativa de elegir entre Dios o la riqueza. Dice claramente que, en nuestra vida, tenemos que elegir a Dios.
Tal vez, hasta hoy, esto no lo hayamos hecho todavía. Tal vez hemos mezclado un poco de fe en él, alguna práctica religiosa, un poco de amor por el prójimo, con tantas otras pequeñas grandes riquezas, que ocupan nuestro corazón.
Analizándonos bien, podemos ver si lo que más nos importa es el trabajo o la familia, el estudio, el bienestar, la salud o tantas otras cosas humanas que amamos por sí mismas o por nosotros, sin ninguna referencia a Dios.
De ser así, quiere decir que nuestro corazón ya es esclavo: se apoya en ídolos, pequeños ídolos, incompatibles con Dios.
¿Qué hacer? Decidirse. Decirle que no deseamos otra cosa que amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas. Y luego, esforzarse por poner en práctica este propósito, que no es difícil si lo vivimos en cada momento, ahora, en el presente de nuestra vida, amando todo y a todos solamente por Dios.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Agosto 2001

En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero también el juicio divino que purifica a su pueblo, al pasar por en medio de él.
Así es la palabra de Jesús: construye, pero al mismo tiempo destruye lo que no tiene consistencia, lo que tiene que caer, lo que es vanidad y deja en pié sólo la verdad.
Juan Bautista había dicho: “él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”, preanunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu santo y la aparición de las lenguas de fuego.
Esa es, por lo tanto, la misión de Jesús: arrojar fuego a la tierra, traer al Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora.

«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»

Jesús nos da el Espíritu, pero el Espíritu, ¿cómo actúa?
Lo hace difundiendo en nosotros el amor. Ese amor que, por deseo suyo, tenemos que mantener encendido en nuestros corazones.
¿Cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal, como el del Padre celestial que envía lluvia y sol a todos, tanto a los buenos como a los malos, incluso a los enemigos.
Es un amor que no espera nada de los demás, sino que siempre tiene la iniciativa, ama primero.
Es un amor que se hace uno con cualquier persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y, cuando es necesario, lo hace con hechos, concretamente. Un amor, por lo tanto, no simplemente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano, en la hermana, recordando su: “lo hicieron conmigo”.
Es un amor que, además, tiende a la reciprocidad, a realizar con los demás el amor recíproco.
Es ese amor que, por ser expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que luego nosotros podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.

«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»

Lo importante en el amor, como en el fuego, es que se mantenga encendido. Para lograrlo hace falta quemar siempre algo. Antes que nada nuestro yo egoísta, lo cual que se logra amando, porque entonces se está completamente volcado en el otro: volcado en Dios, haciendo su voluntad, o volcado en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si se alimenta, puede convertirse en un gran incendio. Ese incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús ha traído a la tierra.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Julio 2001

Santa Teresa de Lisieux decía que mejor que hablar de Dios es hablar con Dios, porque en las conversaciones con los demás siempre se puede introducir el amor propio. Tiene razón. Aunque, para dar testimonio a los demás, también tenemos que hablar.
De cualquier manera, sin duda antes que nada tenemos que amar a Dios con ese amor que es la base de la vida cristiana y que se expresa en la oración, en la realización de su voluntad.
Hablar, por lo tanto, con los prójimos, pero hablar antes que nada con Dios. Hablar, ¿cómo!
Con la simple oración de todo cristiano; pero también verificando, durante la jornada, a través de alguna oración muy breve, si nuestro corazón está verdaderamente en él, si es él el Ideal de nuestra vida; si verdaderamente lo ponemos en el primer lugar en nuestro corazón; si lo amamos sinceramente con todo nuestro ser.
Me refiero a esas oraciones instantáneas que se le aconsejan sobre todo a quien se encuentra en medio del mundo y no tiene tiempo de orar largamente. Son como flechas de amor que parten de nuestro corazón hacia Dios, como dardos de fuego; son las que llamamos jaculatorias, que etimológicamente significan precisamente dardos, flechas. Constituyen una magnífica manera de orientar el corazón hacia Dios.
En la liturgia eucarística de este mes, en la Iglesia católica, se encuentra un versículo que se puede considerar como una jaculatoria, hermosísimo, y que viene al caso. Dice así:

«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».

“Señor, tu eres mi único bien”, podemos decir. Tratemos de repetirlo durante el día, especialmente cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón a las cosas, a las personas, o a nosotros mismos. “Señor, tu eres mi único bien” -digamos entonces-, no esa cosa, no esa persona, no yo mismo; tú eres mi único bien, y nada más”.
Tratemos de repetirlo cuando la ansiedad, o el apuro, nos llevarían a hacer mal la voluntad de Dios del presente: “¡'Eres tú, Señor, mi único bien', y no aquello en lo que mi avidez, mi orgullo, quisieran saciarse!”.
Hagamos la prueba de repetirlo a menudo. Repitámoslo cuando alguna sombra ofusca nuestra alma o cuando el dolor llama a la puerta. Será una forma de prepararnos al encuentro con él.

«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».

Estas simples palabras nos ayudarán a tener confianza en él, nos entrenarán a convivir con el Amor y así, cada vez más unidos a Dios y llenos de él, pondremos y volveremos a poner las bases de nuestro ser verdadero, hecho a su imagen.
De este modo todo fluirá bien en la vida, en el sentido justo. Entonces sí que cuando abramos la boca lo nuestro no serán palabras, o peor, charlatanería, sino dardos también ellas, capaces de abrir los corazones para que reciban a Jesús.
Tratemos entonces de aprovechar cada ocasión que se nos presente para pronunciar esas simples palabras y, al final del día, podremos tener la confirmación de que han sido una medicina para el alma, un tónico, y habrán hecho – como diría Santa Catalalina – que nuestro corazón sea lámpara encendida.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Junio 2001

No creas que, porque andas por las calles del mundo, puedes mirar tranquilamente cuanto afiche se te presente o comprarte en el kiosco o la librería cualquier publicación indiscriminadamente. No creas que, porque estás en el mundo, cualquier estilo de vida del mundo pueda ir contigo: las experiencias facilistas, la inmoralidad, el aborto, el divorcio, el odio, la violencia, el robo… No, no. Estás en el mundo. ¿Quién no lo advierte? Pero eres un cristiano, por lo tanto no eres “del mundo”.
Y esto implica una gran diferencia. Esto te ubica entre aquellos que se alimentan no de las cosas que son del mundo, sino que las que te va expresando la voz de Dios dentro de ti. Esa voz que está en el corazón de todo hombre y que te hace entrar -si la escuchas- en un reino que no es de este mundo, donde se vive el amor verdadero, la justicia, la pureza, la mansedumbre, la pobreza, donde está vigente el dominio de uno mismo.
¿Por qué tantos jóvenes se sienten atraídos por religiones orientales para encontrar un poco de silencio y captar el secreto de ciertos grandes espirituales que, por la larga purificación de su yo inferior, traslucen un amor que impresiona a todos los que se les acercan?
Es la reacción natural al bullicio del mundo, al estrépito que vive fuera y dentro de nosotros, que no deja espacio al silencio para oír a Dios. ¿Pero acaso es realmente necesario ir a Oriente, cuando hace dos mil años Cristo te ha dicho: “Renuncia a ti mismo…, renuncia a ti mismo”? El mundo te lleva por delante como un río torrentoso y tienes que caminar contra corriente. El mundo es para el cristiano como una selva espesa en la cual hay que mirar dónde se ponen los pies. Y ¿dónde hay que ponerlos? En esas huellas que Cristo mismo te ha marcado al pasar por esta tierra: sus palabras. Hoy él te vuelve a decir:

«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo…»

Esto tal vez te exponga a que los demás te desprecien, no te comprendan, se burlen, te calumnien; esto te aislará, te invitará a perder la cara, a dejar un cristianismo acomodaticio. Pero además:

«… que cargue con su cruz cada día y que me siga».

Lo quieras o no, el dolor amarga la existencia de cualquiera. También la tuya. Y los pequeños y grandes dolores sobrevienen todos los días.
¿Quieres escaparles? ¿Te rebelas? ¿Te llevan a maldecir? Entonces, no eres cristiano, no eres cristiana.
El cristiano ama la cruz, ama el dolor, aún en medio de las lágrimas, porque sabe que tienen valor. No por nada, entre los innumerables medios que Dios tenía a su alcance para salvar a la humanidad, eligió el dolor. Pero él – recuérdalo – después de haber cargado la cruz y haber sido clavado en ella, resucitó. La resurrección es también tu destino, si en lugar de despreciar el dolor que te acarrea tu coherencia cristiana y todo lo que la vida te manda, sabes aceptarlo con amor. Verás entonces que la cruz es camino, ya desde esta tierra, hacia una dicha como nunca has probado; la vida de tu alma comenzará a crecer; el reino de Dios en ti adquirirá consistencia y poco a poco el mundo, afuera, desaparecerá de tu vista o te parecerá de cartón. Y ya no envidiarás a nadie. Entonces te podrás llamar, verdaderamente, seguidor de Cristo.

«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga».

Entonces, como ese Cristo al cual has seguido, serás luz y amor para las innumerables llagas que hieren hoy a la humanidad.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Mayo 2001

Jesús le está dirigiendo a los apóstoles sus grandes e intensos discursos de despedida y les asegura que, entre otras cosas, ellos lo volverán a ver, porque él se manifestará a aquellos que lo aman. Judas, no el Iscariote, le pregunta entonces por qué se habría de manifestar a ellos y no en público. El discípulo deseaba una gran manifestación externa de Jesús que, a su criterio, habría podido cambiar la historia y ser más útil para la salvación del mundo. Los apóstoles pensaban, en efecto, que Jesús era el profeta tan esperado de los últimos tiempos, el cual habría hecho su aparición revelándose ante todos como el Rey de Israel y que, poniéndose a la cabeza de su pueblo, instauraría definitivamente el Reino del Señor. Jesús, en cambio, le contesta que su manifestación no se daría de modo espectacular ni exterior. Habría sido, en cambio, una simple y extraordinaria “venida” de la Trinidad al corazón del fiel, que se realiza allí donde hay fe y amor. Con esta respuesta Jesús aclaraba de qué modo permanecería presente en medio de los suyos después de su muerte explicando, además, cómo se podría estar en contacto con él.

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».

Su presencia en los cristianos y en medio de la comunidad se puede realizar ya desde ahora; no es necesario esperar al futuro. El templo que le da cabida no es tanto el de material, con sus paredes, sino el propio corazón del cristiano que así se convierte en el nuevo tabernáculo, morada viviente de la Trinidad.

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».

Pero ¿cómo hace el cristiano para llegar a tanto? ¿Cómo puede tener a Dios en sí mismo? ¿Cuál es el camino para llegar a esta profunda comunión con él? Es el amor a Jesús. Un amor que no es mero sentimentalismo, sino que se traduce en vida concreta y, más precisamente, en observar su Palabra. A este amor del cristiano, verificado en los hechos, Dios le responde con su amor: la Trinidad viene a habitar en él.

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».

“… será fiel a mi palabra”. ¿A qué palabras está llamado a ser fiel el cristiano? En el Evangelio de Juan “mis palabras” son a menudo sinónimo de “mis mandamientos”. El cristiano está llamado, entonces, a ser fiel a los mandamientos de Jesús. Estos, sin embargo, no deben ser entendidos tanto como un catálogo de leyes. Más bien hay que verlos todos sintetizados en ése que Jesús ilustró con el lavado de los pies: el mandamiento del amor recíproco. Dios ordena a cada cristiano amar al otro hasta la entrega completa de sí mismo, como Jesús enseñó e hizo.

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».

¿Cómo vivir bien esta Palabra, entonces? ¿Cómo llegar al punto en el cual el mismo Padre nos ame y la Trinidad establezca su morada en nosotros? Precisamente realizando con todo nuestro corazón, con radicalidad y perseverancia, el amor recíproco entre nosotros. Principalmente en esto el cristiano encuentra también el camino de esa profunda ascética cristiana que el Crucificado espera de él. Es allí, en efecto, en el amor recíproco, que en su corazón florecen las distintas virtudes y es allí que puede corresponder al llamado de la propia santificación

Chiara Lubich

 

April 2001

Estas palabras, dirigidas por San Pablo a la comunidad de Colosas, nos hablan de que existe un mundo en el cual reina el amor verdadero, la comunión plena, la justicia, la paz, la santidad, la alegría; un mundo en el cual el pecado y la corrupción ya no pueden entrar; un mundo donde la voluntad del Padre es perfectamente realizada. Es ese mundo al que pertenece Jesús. Es el mundo que él nos abrió a nosotros con su resurrección, pasando a través de la dura prueba de la pasión. Nosotros no sólo estamos llamados a este mundo de Cristo, sino que ya pertenecemos a él por el bautismo.
Pero Pablo sabe que, a pesar de la condición de bautizados y por lo tanto de resucitados con Jesús, nuestra presencia actual en el mundo nos expone a mil peligros, tentaciones y, sobre todo, a esos “apegos” en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismos: las propias ideas, la salud, el propio tiempo, el descanso, el estudio, el trabajo, los parientes, los propios consuelos o satisfacciones… Cosas todas que no son Dios y por lo tanto no pueden ocupar el primer lugar en nuestro corazón. Por eso es que Pablo nos exhorta:

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Pero, ¿que son los “bienes del cielo”? Son esos valores que Jesús trajo a la tierra y por los cuales se distingue a sus seguidores. Son el amor, la concordia, la paz, el perdón, la rectitud, la pureza, la honestidad, la justicia, etc.
Son esas virtudes y riquezas que ofrece el Evangelio. Con ellas y por ellas los cristianos se mantienen en su realidad de resucitados con Cristo. Por ellas pueden ser inmunizados de las influencias del mundo, de la concupiscencia de la carne, del demonio.
¿Pero qué significa concretamente “buscar las cosas del cielo” en la vida cotidiana? Además, ¿cómo se hace para mantener el corazón en el cielo, viviendo en medio del mundo?
Dejándonos guiar por el modo de pensar y de sentir de Jesús cuya mirada interior estaba siempre dirigida hacia el Padre y cuya vida reflejaba en cada instante la ley del cielo, que es ley de amor.

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Una forma práctica de vivir esta Palabra, en este mes que celebramos Pascua, será el poner como motivo de las distintas acciones de la jornada ese arte de amar que las vuelve preciosas y fecundas. Por ejemplo, con los que tenemos al lado nuestro, tratando de por ellos lo que quisiéramos que hicieran por nosotros y de “hacernos uno” con ellos, haciéndonos cargo de los dolores y de las alegrías de todos.
No esperar a que sean los otros los que den el primer paso hacia nosotros cuando está en juego la concordia de la familia y la armonía en el ambiente donde vivimos. Comenzar nosotros.
Y dado que todo esto no es humanamente fácil y que, incluso, a veces parece imposible, será necesario apuntar alto con la mirada y pedirle al Resucitado esa ayuda que él no puede hacernos faltar.
Así, mirando a “las cosas del cielo” para vivirlas en la tierra, podremos llevar el reino de los cielos a ese ámbito, pequeño o grande, que el Señor nos ha confiado.

Chiara Lubich