Movimiento de los Focolares

April 2001

Estas palabras, dirigidas por San Pablo a la comunidad de Colosas, nos hablan de que existe un mundo en el cual reina el amor verdadero, la comunión plena, la justicia, la paz, la santidad, la alegría; un mundo en el cual el pecado y la corrupción ya no pueden entrar; un mundo donde la voluntad del Padre es perfectamente realizada. Es ese mundo al que pertenece Jesús. Es el mundo que él nos abrió a nosotros con su resurrección, pasando a través de la dura prueba de la pasión. Nosotros no sólo estamos llamados a este mundo de Cristo, sino que ya pertenecemos a él por el bautismo.
Pero Pablo sabe que, a pesar de la condición de bautizados y por lo tanto de resucitados con Jesús, nuestra presencia actual en el mundo nos expone a mil peligros, tentaciones y, sobre todo, a esos “apegos” en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismos: las propias ideas, la salud, el propio tiempo, el descanso, el estudio, el trabajo, los parientes, los propios consuelos o satisfacciones… Cosas todas que no son Dios y por lo tanto no pueden ocupar el primer lugar en nuestro corazón. Por eso es que Pablo nos exhorta:

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Pero, ¿que son los “bienes del cielo”? Son esos valores que Jesús trajo a la tierra y por los cuales se distingue a sus seguidores. Son el amor, la concordia, la paz, el perdón, la rectitud, la pureza, la honestidad, la justicia, etc.
Son esas virtudes y riquezas que ofrece el Evangelio. Con ellas y por ellas los cristianos se mantienen en su realidad de resucitados con Cristo. Por ellas pueden ser inmunizados de las influencias del mundo, de la concupiscencia de la carne, del demonio.
¿Pero qué significa concretamente “buscar las cosas del cielo” en la vida cotidiana? Además, ¿cómo se hace para mantener el corazón en el cielo, viviendo en medio del mundo?
Dejándonos guiar por el modo de pensar y de sentir de Jesús cuya mirada interior estaba siempre dirigida hacia el Padre y cuya vida reflejaba en cada instante la ley del cielo, que es ley de amor.

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Una forma práctica de vivir esta Palabra, en este mes que celebramos Pascua, será el poner como motivo de las distintas acciones de la jornada ese arte de amar que las vuelve preciosas y fecundas. Por ejemplo, con los que tenemos al lado nuestro, tratando de por ellos lo que quisiéramos que hicieran por nosotros y de “hacernos uno” con ellos, haciéndonos cargo de los dolores y de las alegrías de todos.
No esperar a que sean los otros los que den el primer paso hacia nosotros cuando está en juego la concordia de la familia y la armonía en el ambiente donde vivimos. Comenzar nosotros.
Y dado que todo esto no es humanamente fácil y que, incluso, a veces parece imposible, será necesario apuntar alto con la mirada y pedirle al Resucitado esa ayuda que él no puede hacernos faltar.
Así, mirando a “las cosas del cielo” para vivirlas en la tierra, podremos llevar el reino de los cielos a ese ámbito, pequeño o grande, que el Señor nos ha confiado.

Chiara Lubich

GINETTA CALLIARI

GINETTA CALLIARI

   Después del shock por los graves desequilibrios sociales a su llegada a Brasil, deja ahora la herencia de un pueblo nuevo. El último saludo en la ciudadela Araceli faro de esperanza para todos. “Cuando llegué a Recife, el 5 de noviembre de 1959, para mí fue un shock ver el desequilibrio social, la fractura entre ricos y pobres, la discriminación, el hambre que se leía en los rostros de todos, la miseria, la insensibilidad por parte de los ricos hacia los pobres. Y decía: Aquí no podemos permanecer pasivos! Algo tiene que cambiar. ¿Qué es lo que tiene que cambiar? El hombre. Pensé: son necesarios hombres nuevos para dar origen a estructuras nuevas, a un pueblo nuevo”. De una entrevista en la RAI         El 10 de marzo, el último saludo a Ginetta, es “una fiesta”, realmente, “fiesta del cielo en la tierra”, como testimonia Lia Brunet, que con ella ha vivido la aventura de los primeros tiempos del Movimiento junto a Chiara. “Desde la mañana desfila un río de gente, ‘un pueblo’ de todas las vocaciones: desde los obispos a los niños, todas las categorías sociales: campesinos, diputados, empresarios, periodistas”. Y todo tuvo lugar precisamente en una ciudad nueva, la ciudadela Araceli, el corazón del vasto Movimiento que se ha desarrollado en todo Brasil: una ciudadela con casas, escuelas, una zona industrial, donde la diferencia entre ricos y pobres ha sido anulada. Surgió en un terreno – como cuenta la misma Ginetta – donde existía sólo una casucha de barro, sin agua y sin luz, aislada del centro habitado.   Pero la misma certeza – como había sugerido Chiara de que allí tenía que surgir una ciudad le había dado ánimo para ir adelante día tras día, con la ayuda fuertísima de la Providencia que llegaba siempre en el momento justo, haciendo experimentar la paternidad de Dios”. Quien la ha visto – como ese periodista de la RAI que entrevistó a Ginetta – tiene la impresión de que la ciudadela es un signo profético de una ciudad futura. Y ella lo confirmaba: Creo que sí, no hay duda. Veo que cuantos vienen aquí – y son muchos los que vienen a visitarnos – quedan impresionados y dicen: “Así debería ser el mundo. Si esta vida pudiera desbordarse, caerían todas las barreras, las divisiones, los conflictos. Aquí está la felicidad. Creíamos que la felicidad no existía. La hemos encontrado en el momento en el que habíamos perdido la esperanza. Aquí hay esperanza para todos”. Desde un primer momento, apenas llegamos a Brasil, sentimos claramente que sólo Dios habría podido resolver los problemas sociales. Cuando Su Palabra hubiese transformado el corazón de los hombres: de los ricos, de los jefes, de todos. Porque, tomar de donde hay y poner donde no hay, sólo Él podía hacerlo. ¡Sólo Dios! Pero no un Dios abstracto, relegado a los cielos, sino ese que habíamos aprendido a ‘generar’ entre nosotros, viviendo las palabras de Jesús: “Donde dos o más están unidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt. 18, 20). Entonces, nuestro compromiso era dar testimonio de Dios, presente en una comunidad de personas dispuestas a dar la vida las unas por las otras. Él nos habría enseñado el camino. En el momento de su defunción, es el mismo vicepresidente de la República, Marco Marciel, entre el coro de telegramas que llegan de personalidades civiles y religiosas de todo el país, quien recuerda de Ginetta el 1959, cuando dio inicio a un Movimiento que hoy cuenta con alrededor de 250 mil personas en todo el territorio nacional: “No puedo dejar de dar, en este momento, mi testimonio con referencia a su trabajo admirable de fraternidad y de amor al prójimo, cuyos resultados, en el campo social, han traído tantos beneficios a la población más necesitada de nuestro país”.

Palabra de vida Marzo 2001

Esta frase, que ciertamente conocerás, se encuentra al final de la parábola denominada del hijo pródigo y quiere manifestar la grandeza de la misericordia de Dios. Cierra todo un capítulo del Evangelio de Lucas, en el que Jesús narra otras dos parábolas para ilustrar el mismo argumento. ¿Recuerdas el episodio de la oveja descarriada y que el dueño, para encontrarla, deja a las otras noventa y nueve en el campo? (Lc 15, 4-7). ¿Recuerdas el relato de la dracma perdida y de la alegría de esa mujer que, al encontrarla, llama a las amigas y las vecinas para que se alegren con ella? (Lc 15, 8-10).

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Estas palabras son una invitación que Dios te dirige a tí, y a todos los cristianos, a gozar junto con él, festejar y participar de su alegría por el regreso del hombre pecador, antes perdido, que ha vuelto a encontrar. Además, en la parábola, el padre dirige estas palabras al hijo mayor, que había compartido su vida pero que, después de un día de duro trabajo, se niega a entrar a la casa donde se festeja el regreso de su hermano. El padre sale al encuentro del hijo fiel, como salió al encuentro del hijo perdido, y trata de convencerlo. Pero es evidente el contraste entre los sentimientos del padre y los del hijo mayor: el padre, con su amor sin medida y su gran alegría, que querría que todos compartieran; el hijo lleno de desprecio y de celos por su hermano que ya no reconoce como tal. Al referirse a él dice, en efecto: “Ese hijo tuyo, que ha gastado tus bienes” (Lc 15, 30). El amor y la alegría del padre por el hijo que ha vuelto ponen más en evidencia el rencor del otro, rencor que revela una relación fría y, hasta se podría decir, falsa, con el mismo padre. A este hijo le interesa el trabajo, el cumplimiento de su deber, pero no ama al padre como hijo. Más bien se diría que le obedece como a un patrón.

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras denuncia un peligro en el cual tú también podrías incurrir: una vida vivida para ser una buena persona, basada en la búsqueda de tu perfección, juzgando a tus hermanos como menos meritorios que tú. En efecto, si estás “apegado” a la perfección, te construyes a ti mismo, estás lleno de ti mismo, estás lleno de admiración por ti mismo, haces como el hijo que se quedó en casa, que le enumera al padre todos sus méritos: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás una sola de tus órdenes” (Lc 15, 29).

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras Jesús muestra su oposición a esa actitud que basa la relación con Dios sólo en la observancia de los mandamientos. Eso sólo no basta, y de ello es también muy consciente la tradición hebraica. En esta parábola Jesús resalta el Amor divino haciendo ver cómo Dios, que es Amor, da el primer paso hacia el hombre sin tener en cuenta si lo merece o no, sino porque quiere que el hombre se abra a él para poder establecer una auténtica comunión de vida. Naturalmente, como comprenderás, el mayor obstáculo a Dios-Amor es precisamente la vida de los que acumulan acciones, obras, cuando Dios, en cambio, querría su corazón.

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras Jesús te invita a tener, frente al pecador, el mismo amor sin límite que el Padre tiene por ti. Jesús te invita a no juzgar con tu medida el amor que el Padre tiene por cualquier persona. Al invitar al hijo mayor a compartir su alegría por el hijo recuperado, el Padre te pide también a ti un cambio de mentalidad: prácticamente tienes que recibir como hermanos y hermanas también a aquellos hombres y mujeres que en ti despiertan solamente sentimientos de desprecio y de superioridad. Esto provocará en ti una verdadera conversión, porque te purifica de la convicción de ser más meritorio, te hace evitar la intolerancia religiosa y te hace recibir la salvación, que Jesús te ha procurado, solamente como un don del amor de Dios.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Febrero 2001

¿No te pasó alguna vez que, al recibir un regalo de un amigo, sentiste la necesidad de retribuírselo, pero no como quien salda una deuda, sino por amor verdadero y agradecido? Estoy segura que sí.
Si esto es lo que te sucede a ti, imagínate lo que sucede a Dios, a Dios que es Amor. El siempre retribuye todo lo que damos a nuestros prójimos en su nombre. Esta es una experiencia que los verdaderos cristianos hacen con frecuencia. Y siempre es una sorpresa. Nunca nos podremos acostumbrar a la inventiva de Dios. Podría darte mil, diez mil ejemplos, podría escribir un libro al respecto. Verías qué cierta es esa imagen de “una buena medida, apretada, sacudida y desbordante”, significando la abundancia con la cual Dios retribuye, su magnanimidad.
Ya se había hecho de noche en Roma. En el pequeño departamento donde ese grupo de chicas que se habían propuesto vivir Evangelio, se estaban yendo a dormir, suena el teléfono. ¿Quién podía ser a esa hora? Era un señor que llamaba a la puerta, desesperado: al día siguiente lo echarían de la casa, con toda su familia, porque no podía pagar el alquiler. Las chicas se miraron y, en un acuerdo tácito, abrieron el cajón donde habían guardado el resto de sus sueldos y una suma para gas, teléfono y luz, y se lo dieron todo al hombre sin pensarlo dos veces. Esa noche durmieron felices, Alguien se habría ocupado de ellas. Todavía no había amanecido cuando volvía al llamar aquel señor, esta vez por teléfono. Era para decirles, “tomo un taxi y voy para allá”. Intrigadas por el medio que usaba para trasladarse, lo esperaron. Cuando llegó, la cara del hombre sugería que algo había cambiado: “Anoche, ni bien llegué a casa, me encontré con una herencia que no entraba en mis cálculos y sentí muy fuerte que tenía que darles la mitad a ustedes”. La suma era exactamente el doble de lo que ellas le habían dado generosamente.

«Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante».

¿También tú has hecho la prueba? Si no la hiciste, recuerda que lo que des tiene que ser desinteresadamente, a quien te pide, sin esperar recompensa. Haz la prueba, pero no para ver el resultado, sino por amor a Dios.
“Pero, si yo no tengo nada…”, podrías pensar.
No es cierto. Si queremos tenemos tesoros inagotables: nuestro tiempo libre, nuestro corazón, nuestra sonrisa, nuestro consejo, nuestra cultura, nuestra paz, nuestra palabra convincente al que tiene para que dé al que no tiene…
También podrías decir: no sé a quién dar.
Mira a tu alrededor: ¿te acuerdas de aquel enfermo del hospital, de esa señora viuda que siempre está sola, de ese compañero al que le fue mal en el examen y quedó tan desmoralizado, de ese joven desocupado siempre triste, de tu hermanito que necesita ayuda, del amigo que está en la cárcel, del principiante indeciso? Allí Cristo te está esperando.
Asume el comportamiento nuevo del cristiano que emana de todo el Evangelio y que es el “anti-encierro”. Renuncia a basar tu seguridad en los bienes de la tierra y apóyate en Dios. En esto se manifestará tu fe en él, que pronto se verá confirmada por la recompensa que te llegará.
Lógicamente, Dios nos se comporta de esta manera para enriquecerse o enriquecernos. Lo hace para que otros, muchos otros, al ver lo pequeños milagros que provoca nuestro dar, hagan lo mismo.
Lo hace porque, en la medida que tengamos más, podremos dar más y -como verdaderos administradores de los bienes de Dios- hagamos circular todo en la comunidad que nos rodea, hasta que se pueda decir de nosotros, como de la primera comunidad de Jerusalén: “entre ellos no había ningún necesitado”. ¿No sientes que con esto tú también estás dando un “alma” segura a la revolución social que el mundo espera?
“Den y se les dará”. Seguramente Jesús pensaba, en primer lugar, en la recompensa que tendremos en el Paraíso, pero lo que sucede en esta tierra ya es un preludio y una garantía de ella.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Enero 2001

Estas son las palabras de la Escritura que han sido propuestas como tema de reflexión para la semana de oración por la unidad de los cristianos de este año. Quizás no se encuentre, en los Evangelios, una forma más alta y completa de definición que Jesús haya hecho de sí mismo. Es una síntesis de su misión y de su identidad. Además, la hace para nosotros, para que podamos encontrar en él ese único y más seguro camino al Padre. El versículo concluye, en efecto, con estas palabras: “Nadie va al Padre, sino por mí”.
Con sus palabras Jesús nos revela lo que él es en sí mismo, y lo que es para todo hombre y mujer de esta tierra.

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

¿Cómo nos revela Jesús que él es la verdad? Dándonos testimonio con su vida y con su enseñanza.
“Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Verdad que, atribuida por Jesús a sí mismo, significa su persona, su Palabra, su obra.
Nosotros vivimos según la verdad, somos verdad en tanto y en cuanto somos la Palabra de Jesús. Pero si Jesús es el camino en cuanto él es la verdad, también es el camino al ser para nosotros vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Alimentándonos de él, que se hizo pan en la Eucaristía, además que con su Palabra, Cristo crece en nosotros.
Por nuestra parte, para que esta vida que está en nosotros no se apague, debemos comunicarla de la única manera que él nos ha enseñado: convirtiéndonos en una ofrenda para nuestros prójimos.

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

“Preparen el camino del Señor”, gritaba el bautista en el desierto de Judá, evocando al profeta Isaías. Y he aquí que Jesús se presenta como el Señor-Camino, como Dios hecho hombre para que nosotros ascendiéramos al Padre a través de su humanidad.
Pero, ¿qué camino tomó Jesús?
Hijo de Dios, que es Amor, vino a esta tierra por amor, vivió por amor, irradiando amor, dando amor, trayendo la ley del amor, y murió por amor. Luego resucitó y subió al Cielo, cumpliendo su designio de amor. Se puede decir que el camino recorrido por Jesús tiene un solo nombre: amor. Y que nosotros, para seguirlo, tenemos que caminar por este camino: el camino del amor.
Pero el amor que Jesús vivió y trajo es un amor especial, único. No es filantropía, ni simplemente solidaridad o benevolencia; ni siquiera pura amistad o afecto; tampoco únicamente no-violencia. Es algo excepcional, divino: es el amor que arde en Dios. Jesús nos dio una llama de ese amor infinito, un rayo de ese inmenso sol: amor divino, encendido en nuestro corazón con el bautismo y con la fe, alimentado por los otros sacramentos, don de Dios, que al mismo tiempo exige toda nuestra parte, nuestra correspondencia.
Tenemos que hacer fructificar este amor. ¿De qué manera? Amando. No somos plenamente cristianos sin esta segura contribución nuestra. Amando seguiremos a Jesús-Camino y seremos, como él, camino al Padre para muchos de nuestros hermanos y hermanas.
Seremos cristianos más convincentes si este mandamiento del amor que nos dio Jesús lo vivimos juntos.
Aunque no haya todavía, entre los que seguimos a Jesús, una unidad plena, podemos demostrar con la vida el amor recíproco. De este modo tenemos la posibilidad de ver verificarse la promesa de Jesús: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre -que algunos Padres de la Iglesia interpretan como 'en mi amor'- yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18,20).
Este don de la presencia de Jesús podemos ya gozarlo entre nosotros cristianos, por ejemplo entre un católico y un anglicano, entre una ortodoxa y una metodista, entre un valdense y un armenio. ¡Jesús en medio de los suyos! Entonces será él el que le dirá al mundo que todavía no lo conoce: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
En este mes seamos más conscientes de que la unidad de los cristianos es, antes que nada, una gracia y que por lo tanto es necesario pedir este don. Tengamos en cuenta entonces la oración hecha juntos, porque Jesús ha dicho: “Les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá” (Mt 18,19).

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Septiembre 2000

Jesús dirige estas palabras al gentío que lo escucha y que conocía muy bien esas normas, que el Antiguo Testamento y la enseñanza rabínica habían establecido como condición para acercarse al área sagrada del templo. En el Evangelio de Marcos se las describe, más arriba, como un ritual complejo de abluciones y lavado de objetos. Esa purificación exterior no tenía que ser más que expresión de una pureza interior, espiritual, pero en la realidad se terminaba por olvidar el verdadero significado de las prácticas rituales, concentrándose en una observancia escrupulosa y formal de un sinnúmero de reglas.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

Si bien esta observación era perfectamente compatible con la legislación judaica, igualmente, en esa épóca, la toma de posición de Jesús requería valentía porque iba contracorriente. Jesús se remontaba a la gran tradición de los profetas que siempre habían llamado al pueblo a un culto auténtico, es decir, practicado en lo íntimo de las conciencias y no sólo exteriormente, preocupados sólo de evitar un contacto físico con alimentos y objetos declarados impuros.
Por eso aquí Jesús, como en toda su predicación y su comportamiento, no quiere abolir la Ley, sino llevarla a cumplimiento, es decir, devolverle su significado y fin profundo, que es el de acercar el hombre a Dios.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

“… lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre”.
Esta segunda parte de la frase de Jesús se refiere, en cambio, a la verdadera contaminación: el hombre es contaminado no por lo que entra en él, sino por lo que sale de él. Y de su interioridad, de su corazón, surgen los pensamientos y las “malas intenciones” que luego originan “las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”.
Jesús, aun evaluando positivamente la creación, aun sabiendo que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, conoce al ser humano y su inclinación al mal. Por eso exige la conversión.
Resulta evidente y neta, por las palabras que estamos considerando, su severidad moral. El quiere crear en nosotros un corazón puro y sincero del cual broten, como de un manantial límpido, buenos pensamiento y acciones irreprensibles.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

¿Cómo vivimos, entonces, esta Palabra?
Si no son las cosas, los objetos, los alimentos, y todo lo que viene de afuera lo que nos hace impuros, lo que nos aleja de la amistad con Dios, sino el propio yo del hombre, su corazón, sus decisiones, es evidente que, concretamente, Jesús quiere que reflexionemos sobre la motivación profunda de nuestros actos y de nuestro comportamiento.
Para Jesús -como sabemos- hay una sola motivación que hace puro todo lo que hacemos: el amor.
El que ama no peca, no mata, no denigra, no roba, no traiciona…
Pues bien, ¿entonces? Dejémonos guiar, las veinticuatro horas del día, por el amor; por el amor a Dios y a nuestros hermanos y hermanas. Seremos cristianos al ciento por ciento.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Julio 2000

San Pablo escribe que tuvo grandes revelaciones. Pero también que Dios permitió que le tocara soportar grandes pruebas y, entre ellas, una muy particular que lo acompañaba y lo atormentaba continuamente. A lo mejor se trataba de una enfermedad, de un malestar físico permanente que, además de ser particularmente fastidioso, se transformaba en un obstáculo para su actividad y le daba la neta sensación de su límite humano.
Pablo suplicaba repetidamente al Señor que lo liberara de ese sufrimiento, hasta que le fue revelada la razón de la prueba, es decir, que la potencia de Dios se manifiesta plenamente en nuestra debilidad, que la única finalidad de ésta es darle espacio a la fuerza de Dios.
Es por eso que Pablo puede decir:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Nuestra razón se rebela ante una afirmación semejante, porque ve en ello una evidente contradicción o, simplemente, una arriesgada paradoja. En cambio, expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y, sobre todo, con su muerte.
¿Cuándo cumplió Jesús la obra que el Padre le había confiado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando moría en la cruz, anonadado, después de haber gritado: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.
Jesús fue más fuerte precisamente cuando fue más débil.
Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios sólo con su predicación, con algún milagro más o con algún gesto extraordinario.
En cambio, no. No, porque la Iglesia es obra de Dios y en el dolor, sólo en el dolor, florecen las obras de Dios.
Por lo tanto nuestra debilidad, la experiencia de nuestra fragilidad encierra una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado y poder afirmar con Pablo:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Todos pasamos por momentos de debilidad, de frustración, de desaliento. Muchas veces tenemos que soportar dolores de todo tipo: adversidades, situaciones dolorosas, enfermedades, fallecimientos pruebas interiores, incomprensiones, tentaciones, fracasos… ¿Qué hacer? Para ser coherentes con el cristianismo, y si queremos vivirlo con radicalidad, tenemos que creer que estos son momentos preciosos.
¿Por qué? Porque precisamente quien se siente incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre su físico o su alma y, por lo tanto, no puede contar con sus propias fuerzas, se ve en condiciones de depositar su confianza en Dios.
Y él interviene, atraído por esta confianza. Donde él obra, realiza cosas grandes, que parecen más grandes precisamente porque parten de nuestra pequeñez.
Bendigamos entonces esta pequeñez nuestra, esta debilidad nuestra, porque gracias a ella podemos darle espacio a Dios y tener de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar concretamente hasta el final.
Es lo que le sucedió a los padres de un toxicodependiente que no se dieron por vencidos y trataron de curarlo por todos los medios. Pero era en vano. Un día este hijo ya no volvió a casa. Sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza en los padres. Sin embargo, fue este encuentro con una llaga típica de nuestra sociedad, en la cual reconocer el rostro de Jesús crucificado, lo que les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Yendo más allá del desfallecimiento y la impotencia, sintieron en el corazón una energía que nunca habían probado y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con las cuales afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era entonces el infierno de la droga en Zurich, Suiza. Así fue como un día encontraron allí a su hijo, harapiento y extenuado. Fue entonces que, con la ayuda de otras familias, pudieron comenzar a recorrer hasta el final el largo camino de su liberación.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Julio 2000

San Pablo escribe que tuvo grandes revelaciones. Pero también que Dios permitió que le tocara soportar grandes pruebas y, entre ellas, una muy particular que lo acompañaba y lo atormentaba continuamente. A lo mejor se trataba de una enfermedad, de un malestar físico permanente que, además de ser particularmente fastidioso, se transformaba en un obstáculo para su actividad y le daba la neta sensación de su límite humano.
Pablo suplicaba repetidamente al Señor que lo liberara de ese sufrimiento, hasta que le fue revelada la razón de la prueba, es decir, que la potencia de Dios se manifiesta plenamente en nuestra debilidad, que la única finalidad de ésta es darle espacio a la fuerza de Dios.
Es por eso que Pablo puede decir:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Nuestra razón se rebela ante una afirmación semejante, porque ve en ello una evidente contradicción o, simplemente, una arriesgada paradoja. En cambio, expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y, sobre todo, con su muerte.
¿Cuándo cumplió Jesús la obra que el Padre le había confiado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando moría en la cruz, anonadado, después de haber gritado: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.
Jesús fue más fuerte precisamente cuando fue más débil.
Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios sólo con su predicación, con algún milagro más o con algún gesto extraordinario.
En cambio, no. No, porque la Iglesia es obra de Dios y en el dolor, sólo en el dolor, florecen las obras de Dios.
Por lo tanto nuestra debilidad, la experiencia de nuestra fragilidad encierra una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado y poder afirmar con Pablo:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Todos pasamos por momentos de debilidad, de frustración, de desaliento. Muchas veces tenemos que soportar dolores de todo tipo: adversidades, situaciones dolorosas, enfermedades, fallecimientos pruebas interiores, incomprensiones, tentaciones, fracasos… ¿Qué hacer? Para ser coherentes con el cristianismo, y si queremos vivirlo con radicalidad, tenemos que creer que estos son momentos preciosos.
¿Por qué? Porque precisamente quien se siente incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre su físico o su alma y, por lo tanto, no puede contar con sus propias fuerzas, se ve en condiciones de depositar su confianza en Dios.
Y él interviene, atraído por esta confianza. Donde él obra, realiza cosas grandes, que parecen más grandes precisamente porque parten de nuestra pequeñez.
Bendigamos entonces esta pequeñez nuestra, esta debilidad nuestra, porque gracias a ella podemos darle espacio a Dios y tener de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar concretamente hasta el final.
Es lo que le sucedió a los padres de un toxicodependiente que no se dieron por vencidos y trataron de curarlo por todos los medios. Pero era en vano. Un día este hijo ya no volvió a casa. Sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza en los padres. Sin embargo, fue este encuentro con una llaga típica de nuestra sociedad, en la cual reconocer el rostro de Jesús crucificado, lo que les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Yendo más allá del desfallecimiento y la impotencia, sintieron en el corazón una energía que nunca habían probado y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con las cuales afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era entonces el infierno de la droga en Zurich, Suiza. Así fue como un día encontraron allí a su hijo, harapiento y extenuado. Fue entonces que, con la ayuda de otras familias, pudieron comenzar a recorrer hasta el final el largo camino de su liberación.

Chiara Lubich

 

«Parece que el mundo se nos cae encima…»

 “Casados desde hace 20 años, tenemos 5 hijos: hace ocho años nuestra familia atravesó una grave dificultad. La pobreza nos obligaba a vivir siempre en modo precario y la guerra impedía toda iniciativa, pero la cosa más grave era nuestra relación de pareja que parecía haber terminado. No nos habíamos casado por la Iglesia y si bien no rechazábamos la religión, no podíamos llamarnos verdaderamente cristianos. Pronto se sumó el vicio del alcohol que nos impedía también el diálogo. Estábamos en esta situación –cuenta E.- cuando me invitaron a la Mariápolis, un encuentro de algunos dias organizado por el Movimiento de los Focolares. ¡Cómo era distinta la vida allí! Enseguida me sentí acogida y amada así como era y nació en mí el deseo de imitar a esas personas. Regresando a casa comencé a amar a los míos, especialmente a mi esposo, que, dándose cuenta de la alegría que había en mí, quizo acompañarme al siguiente encuentro… Nació así, poco a poco, en ambos el deseo de regularizar nuestra unión con el Sacramento del Matrimonio, y fue una gran fiesta el día que pudimos realizar este sueño, junto a otras dos parejas en las mismas condiciones. Recibiendo a Jesús Eucaristía, advertimos una gracia especial para nosotros y nuestra familia. Siguieron años muy bellos: ahora afrontamos todos juntos las dificultades de la vida, en lugar de soportarlas como nos sucedía anteriormente. Y también cuando el dolor toca a nuestra puerta experimentamos el amor de Dios. De repente nuestro primogénito sintió un malestar y, después de una serie de exámenes cada vez más específicos, se le diagnosticó un SIDA. Es un dolor inmenso, ¡parece que el mundo se nos cae encima…! Pero no estamos solos. El amor de las personas que comparten con nosotros la nueva vida nos hace descubrir en esta tragedia el rostro de Jesús en la cruz que grita por el abandono del Padre. Con su ayuda encontramos la fuerza para decir nuestro ‘sí’ a Dios. Nuestro hijo, como por milagro, ayudado por el amor de todos, acepta esta gran prueba: vive los dos años de enfermedad como una continua, fatigosa pero extraordinaria subida hacia el Cielo. Mi esposo siente el peso de la vida pasada y piensa que nuestro hijo está pagando el precio de ésta. A menudo no logra atravesar la puerta de su habitación. Pero una vez más el amor vence. Cuando un día se encuentra a solas con él, lo escucha decir con un hilo de voz: “Papá, promete, no a mí sino a Dios, que cuidarás mucho de mamá y de mis hermanos”.     Es el testamento de nuestro hijo: él paga para que esta nueva vida esté siempre entre nosotros. Cerca del final sigue repitiendo a cada uno: “El amor, el amor, ¡es la única cosa que vale!”.  Ahora que físicamente él no está más entre nosotros, lo sentimos aun más presente: este dolor vivido juntos nos ha purificado, nos ha unido más a Dios y entre nosotros, y nos ha abierto la puerta hacia la vida que no muere”. E. L. – America Central

Palabra de vida Junio 2000

Esta Palabra se halla en el centro del himno que Pablo canta a la belleza de la vida cristiana, a su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús que nos ha injertado plenamente en él y, por él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al volverse una misma persona con Cristo, compartimos con él el Espíritu y todos sus frutos: primero de todos el de la filiación, el ser hijos de Dios.
Aunque Pablo habla de “adopción”1, lo hace sólo para distinguirla de la posición del hijo natural que le cabe sólo al único Hijo de Dios.
Nuestra relación con el Padre, en efecto, no es puramente jurídica, como sería la de los hijos adoptivos, sino sustancial, que cambia nuestra misma naturaleza como por un nuevo nacimiento. Toda nuestra vida es animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.
Por eso, no se terminaría nunca de cantar, con Pablo, el milagro de muerte y resurrección que realiza en nosotros la gracia del bautismo.

«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».

Esta Palabra nos dice algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, en la cual el Espíritu de Jesús introduce un dinamismo, una tensión que Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su constitucional fragilidad y su egoísmo continuamente en lucha con la ley del amor, es más, con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones2.
Aquellos que son guiados por el Espíritu, en efecto, deben afrontar cada día “el buen combate de la fe”3, para poder rechazar todas las inclinaciones al mal y vivir de acuerdo a la fe profesada en el bautismo.
¿Cómo?
Sabemos que, para que el Espíritu Santo actúe, se necesita nuestra correspondencia y San Pablo, al escribir esta Palabra, pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que es precisamente la negación del propio yo, la lucha contra el egoísmo en todas sus distintas formas.
Es esta muerte a nosotros mismos la que, sin embargo, produce vida, de manera que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es origen de luz nueva, de paz, de amor, de libertad interior: es puerta abierta al Espíritu.
Al dejar más libre al Espíritu Santo que está en nuestros corazones, él podrá ofrecernos con más abundancia sus dones, podrá guiarnos por el camino de la vida.

«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».

¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra?
Antes que nada tenemos que volvernos cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en nuestro interior un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta lo suficiente. Poseemos una riqueza extraordinaria, pero que por lo general queda inutilizada.
Además, para que su voz sea escuchada y seguida por nosotros, tenemos que decir que no a todo lo que va contra la voluntad de Dios y decir que sí a todo lo que él quiere: no a las tentaciones, cortando enseguida con las consiguientes insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha confiado; sí al amor a todos los prójimos; sí a las pruebas y a las dificultades que encontramos…
Al hacer esto el Espíritu Santo nos guiará dándole a nuestra vida cristiana ese sabor, es vigor, esa incidencia y luminosidad que la caracteriza cuando es auténtica.
Entonces, también quien está a nuestro lado advertirá que no somos sólo hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Mayo 2000

El discurso de despedida, después de la última cena, está cargado de enseñanzas y recomendaciones que, con sentimientos de hermano y de padre, Jesús le da a los suyos de todos los siglos.
Si todas sus palabras son divinas, éstas ciertamente tienen acentos particulares, dado que con ellas el Maestro y Señor condensa su doctrina de vida en un testamento que luego será la carta magna de las comunidades cristianas.
Acerquémonos entonces a la Palabra de vida de este mes, que precisamente forma parte del testamento de Jesús, con el deseo de descubrir su sentido profundo y escondido, para poder darle ese sentido a toda nuestra vida.
Lo primero que salta a la vista, al leer este capítulo de Juan, es la imagen de la vid y los sarmientos, tan familiares a un pueblo que por siglos cultivaba y cultiva viñedos. Sabían perfectamente que sólo una rama bien adherida al tronco podía cargarse de pámpanos verdes y de racimos jugosos. En cambio, la que se cortaba, terminaba por secarse y morir. No había una imagen más fuerte para ilustrar la naturaleza de nuestro vínculo con Cristo.
Pero en esta página del Evangelio hay también otra palabra que resuena con insistencia: “permanecer”, es decir, estar sólidamente vinculados e íntimamente injertados en él, como condición para recibir la savia vital que nos hace vivir de su misma vida. “Permanezcan en mí y yo en ustedes”, “Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto”. “Quien no permanece en mí, será desechado” (Cf Jn 15, 14 y ss). Este verbo “permanecer” debe tener, por lo tanto, un significado y un valor esenciales para la vida cristiana”

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

“Si”. Este “si” indica una condición que a nadie le sería posible observar si antes Dios no hubiera salido a su encuentro. Es más: si no hubiera descendido en la humanidad al punto de hacerse una sola cosa con ella. Se podría decir que es él el que primero se injerta en nuestra carne con el bautismo y la vivifica con su gracia. Depende de nosotros, después, que realicemos en nuestra vida lo que ha obrado el bautismo y descubramos las inagotables riquezas que nos ha traído.
¿Cómo? Viviendo la Palabra, haciéndola fructificar y haciendo que resida en forma estable en nuestra existencia. Permanecer en él significa hacer que sus palabras permanezcan en nosotros, no como piedras en el fondo de un pozo, sino como semillas en la tierra, para que a su tiempo germinen y den fruto. Pero permanecer en él significa, sobre todo -como el mismo Jesús lo explica en este pasaje del Evangelio- permanecer en su Amor (Cf Jn 15, 9). Esta es la savia vital que asciende desde las raíces, por el tronco, hasta las ramas más distantes. Es el Amor lo que nos une vitalmente a Jesús, lo que nos hace una misma cosa con él, como miembros -diríamos hoy- “transplantados” en su cuerpo; y el amor consiste en vivir sus mandamientos, que se resumen todos en ese nuevo y gran mandamiento del amor recíproco.
Además, casi como para darnos una seguridad, para que podamos tener una prueba de que estamos injertados en él, nos promete que cualquier pedido nuestro será escuchado.

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

Si es él el que pide, no puede dejar de obtener. Y si nosotros somos una misma cosa con él, será él mismo el que estará pidiendo en nosotros. Por lo tanto, si nos ponemos a rezar y a pedirle algo a Dios, preguntémonos primero “si” hemos vivido la Palabra, si nos hemos mantenido siempre en el amor. Preguntémonos si somos sus palabras vivas, si somos un signo concreto de su amor por todos y por cada uno de los que encontramos. Puede ser también que se pidan gracias, pero sin ninguna intención de adecuar nuestra vida a lo que Dios pide.
¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase? Esta oración, ¿no sería quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo en nosotros el que sugiriera los pedidos a su Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que vivimos, sino él en nosotros.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Abril 2000

Esta palabra de Jesús es estupenda. En ella está la clave del cristianismo.
Se acercaba la Pascua de los judíos y, entre la multitud de peregrinos llegados a Jerusalén, había algunos griegos que querían “ver a Jesús”. Los discípulos se lo hacen saber. Jesús entonces responde hablando de su muerte inminente. Además agrega que ésta, en lugar de provocar la dispersión de los discípulos -como hubiera podido suceder- atraerá “a todos” hacia él: por lo tanto, no sólo los que lo siguen, sino que cualquiera, judío o griego, creerá en él, todos, sin discriminación de raza, de condición social, de sexo.
La obra de salvación de Jesús es, en efecto, universal y la presencia de los griegos es un signo de esa universalidad.

«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

¿Qué quiere decir “cuando sea levantado en alto sobre la tierra”?
Para el evangelista Juan esta expresión significa, al mismo tiempo, “ser levantado en la cruz” y “ser glorificado”. En efecto, Juan ve en la pasión de Cristo la gran demostración del amor de Dios por la humanidad. Pero este amor es tan potente que merece la resurrección y provoca la atracción de todos hacia él. En torno a Cristo elevado se construirá la unidad del nuevo pueblo de Dios.
Pero no se puede separar la cruz de la gloria, no se puede separar al Crucificado del Resucitado. Son dos aspectos del mismo misterio de Dios que es Amor.
Es este Amor el que atrae. El Crucificado-Resucitado ejerce una atracción profunda y personal en el corazón del hombre, que se da en dos sentidos: por ella Jesús convoca a los suyos a compartir su gloria; y también por ella los lleva a amar a todos como él, hasta dar la vida.

«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

¿Cómo vivir nosotros esta Palabra? ¿Cómo responder a tanto amor?
Si Jesús murió por todos, todos son candidatos a seguirlo y, es más, todos son candidatos a ser otros él. Miremos por lo tanto a cada criatura humana con estos ojos, es decir, con una mirada de amor que va más allá de todas las apariencias.
Ya sea que se trate de cristianos, musulmanes, budistas, o de otras convicciones, todos tienen que ser objeto de nuestro amor. Un amor que está dispuesto a dar la vida. Y aunque no se nos exija dar la vida física, lo que muchas veces se nos pide es hacer morir nuestro amor propio.
Cuando levantemos en la cruz nuestro “yo”, cuando muramos a nosotros mismos para dejar vivir a Cristo, entonces podremos ver también nosotros dilatarse alrededor el Reino de Dios.
Se ha dicho que el mundo es de quien lo ama y mejor sabe demostrárselo. ¿Quién ha amado mejor que Jesús? Así es como, los que tratan de imitar a Jesús, podrán amar al mundo, donándose totalmente al prójimo, con un amor desinteresado y universal.

«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

En este mes trataremos de custodiar en el corazón y llevar a la práctica la preciosa enseñanza del Crucificado-Resucitado. Esto nos aclarará el papel que juega el dolor que nos pueda sobrevenir en nuestra vida y su extraordinaria fecundidad.
Día a día, cuando nos afectan pequeños o grandes sufrimientos: una duda, un fracaso, una incomprensión, una relación tensa, una dificultad en el trabajo, una enfermedad, incluso una desgracia o preocupaciones serias, hagamos el esfuerzo de aceptarlas y de ofrecerlas a Jesús como expresión de nuestro amor.
Unamos nuestra gota al mar de su pasión para que redunde en bien de muchos. Y una vez hecha la ofrenda, tratemos de no pensar más en ello, sino de hacer lo que Dios quiere de nosotros, en donde estemos: en familia, en la fábrica, en la oficina, en la escuela… y sobre todo tratemos de amar a los demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor.
Y dado que Jesús murió por todos y todos están llamados a seguirlo, hagamos de manera que la mayor cantidad posible de personas puedan encontrar en nuestro amor el amor de Cristo. Entonces será él el que los atraerá a todos, haciendo de manera que nos amemos entre nosotros y florezca entre todos la fraternidad universal.

Chiara Lubich