En los primeros meses de matrimonio, feliz y enamorada, todo parecía ir bien. Sin embargo, pronto, aparecieron tensiones entre mi marido y yo las cuales eran cada vez más frecuentes y me ponían cada vez más triste. Seguramente me equivocaba mucho, pero trataba igual de mantener la relación convencida de que el amor no podía haberse terminado. Fuimos adelante entre altos y bajos. Después de cinco años nació una niña y posteriormente un niño. Nuestra hija nació con una enfermedad congénita, por lo cual tuvo que ser internada varias veces en el hospital, que quedaba lejos de casa. También nuestro hijo tenía una salud delicada y a menudo también había que llevarlo al hospital. Una delicada operación quirúrgica fue la solución para la niña, pero vivimos años muy difíciles. Mi marido se sentía aplastado por esta situación y decía que él no soportaba todos estos problemas. Cuando me di cuenta de que se había enamorado de mi mejor amiga, ya era demasiado tarde para lograr que diera marcha atrás en su nueva relación. Así, fue que después de 13 años de matrimonio, me quedé sola con los dos niños de 8 y 5 años. Estaba tan mal que no quería seguir viviendo. La muerte no me daba miedo y traté de suicidarme tomando una potente dosis de medicamentos. Pero mi primer plan fracasó y después de diez días en el hospital, volví a casa. Fue en este momento que a través de la espiritualidad de los Focolares descubrí a Dios como amor. El Evangelio empezó a entrar en mi vida, experimentando la alegría que da tratar de vivirlo. Los niños sufrían mucho por nuestra separación y tenía muchas dificultades también con ellos. Pero Dios no dejó de guiar mi vida poniendo en mi camino a personas que me ayudaron a superar la cantidad de problemas que encontraba, como el deseo ardiente de tener cerca mío el afecto de un hombre, o las ganas de salir a divertirme, o simplemente de pensar sólo en mi misma. Y poco a poco la luz volvía a aclarar mi vida. También fue así cuando tuve que enfrentar la experiencia más trágica para un padre: mi amada hija, de 21 años, resultó víctima de un accidente mortal. En ese momento me sentí destrozada por el dolor, pero le pedí a Dios que me diera la fuerza para repetir mi “sí” a Él. Y Él no permitió que me quedara en la desesperación. Enseguida la sentí viva y al lado mío. Desde que ella nos dejó me llegan muchas señales del amor de Dios y, aunque no la puedo ver ni abrazar, estoy en paz. Como ella quería ser docente y ya estaba por graduarse, gracias a la generosidad de muchas personas, nació un proyecto de alfabetización en Costa de Marfil, que fue apoyado durante algunos años también por la parroquia. Ahora existe la idea de construir una escuela y el compromiso continúa. El amor de Dios se expresa también cuando los amigos de mi hija me cuentan lo que viven, me invitan a sus fiestas de graduación, me visitan, me llevan a la pizzería con ellos, me piden consejo y me llaman “Mami dos”. Actualmente mi hijo vive todavía conmigo y yo soy feliz abriéndome a las necesidades de los demás. Cuando conozco a personas de otras ciudades que se internan en el hospital oncológico que tengo cerca, trato de estar cerca de ellos, tratando de ser un pequeño reflejo del amor que Dios tiene hacia mí. Un día encontré la fuerza de perdonar a mi marido, logré no juzgarlo. Desde ese momento me siento liberada del gran peso que me oprimía y, aunque está aún lejos de mi, ningún divorcio me hará decir que él no es más mi marido. Me acuerdo siempre de lo que me decía mi hija: «Mamá, tu renuncia a rehacer una familia será la salvación de papá», y tengo confianza en que estas palabras se cumplirán.
Ser “prójimos”
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