Movimiento de los Focolares
Fratellanza

Fratellanza

Ven, hermano exiliado, abracémonos. Dondequiera que estés, como sea que te llames, hagas lo que hagas, eres mi hermano. ¿Qué me importa si la naturaleza y las convenciones sociales se esfuerzan por separarte de mí, con nombres, especificaciones, restricciones, leyes?

El corazón no se detiene, la voluntad no conoce límites, y con un esfuerzo de amor podemos cruzar todas estas barreras y reunirnos como familia.

¿No me reconoces? La naturaleza te colocó en otro lugar, te creó de otra manera, dentro de otras fronteras. ¿Eres quizás alemán, rumano, chino, indio? ¿Eres quizás amarillo, color aceituna, negro, bronce, cobrizo? Pero ¿qué importa?

Eres de otra patria, pero ¿de qué sirve? Cuando este pequeño globo, aún incandescente, se consolidó, nadie podía imaginar que por esas fortuitas excrecencias los seres se matarían entre sí durante mucho tiempo.

E incluso hoy, frente a nuestros sistemas políticos, ¿te parece que la naturaleza nos pida permiso para expresarse mediante volcanes, terremotos e inundaciones? ¿Y te parece que le importan nuestras disparidades, apariencias y jerarquías?

Hermano desconocido, ama tu tierra, tu fragmento de la corteza común que nos sustenta, pero no odies la mía. Bajo todas las apariencias, bajo las clasificaciones sociales, por codificadas que sean, tú eres el alma que Dios creó, hermana de la mía, de la de todos los demás (único es el Padre), y eres como todos los demás, un hombre que sufre y quizá hace sufrir, que tiene más necesidades que capacidades, que oscila, se cansa, tiene hambre, tiene sed, tiene sueño, como yo, como todos.

Eres un pobre peregrino que persigue un espejismo. Te crees el centro del universo, y solo eres un átomo de esta humanidad que se mueve sin aliento entre dolores en lugar de alegrías, milenio tras milenio.

No eres nada, hermano, así que unamos fuerzas en lugar de buscar el conflicto. No te enorgullezcas, no te separes, no acentúes las marcas de diferenciación ideadas por el hombre.

¿No lloraste al nacer como yo? ¿No gemirás al morir como yo? El alma regresará, sea cual sea su envoltura terrenal, desnuda, igual. Tú vienes. De más allá de todos los mares, climas, leyes, de más allá de cualquier ámbito social, político e intelectual, de más allá de todos los límites (el hombre no sabe circunscribir, dividir, aislar), vienes, hermano.

En ti reconozco al Señor. Libérate, y desde ya, hermanos como somos, abracémonos.

Igino Giordani
in: Rivolta cattolica, Città Nuova, 1997 (ed. Piero Gobetti, Torino, 1925)

Elena Merli

Foto: © CM – CSC Audiovisivi

«Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión» (Lc 10, 33).

«Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión» (Lc 10, 33).

Martine viaja en metro en una gran ciudad europea. Todos los pasajeros están concentrados en su móvil. Conectados virtualmente, pero en realidad atrapados en el aislamiento. Se pregunta: «¿Es que ya no somos capaces de mirarnos a los ojos?».

Es una experiencia común, sobre todo en las sociedades ricas de bienes materiales pero cada vez más pobres de relaciones humanas. Y sin embargo, el Evangelio vuelve siempre con su propuesta original y creativa, capaz de «hacer nuevas todas las cosas» [1].

En el largo diálogo con el doctor de la Ley que le pregunta qué hacer para heredar la vida eterna [2], Jesús le responde con la famosa parábola del buen samaritano: un sacerdote y un levita, figuras relevantes de la sociedad de aquel tiempo, ven al borde del camino a un hombre agredido por unos salteadores, pero pasan de largo.

«Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión».

Al doctor de la Ley, que conoce bien el mandamiento divino del amor al prójimo [3], Jesús le pone como ejemplo un extranjero considerado cismático y enemigo: este ve al caminante herido y tiene compasión, un sentimiento que nace de dentro, del interior del corazón humano. Entonces interrumpe su viaje, se acerca a él y lo cuida.

Jesús sabe que toda persona humana está herida por el pecado, y esta es precisamente su misión: curar los corazones con la misericordia y el perdón gratuito de Dios, para que sean a su vez capaces de acercarse y compartir.

«[…] Para aprender a ser misericordiosos como el Padre, perfectos como Él, tenemos que fijarnos en Jesús, revelación plena del amor del Padre. […] el amor es el valor absoluto que da sentido a todo lo demás, […] que encuentra su más alta expresión en la misericordia. Una misericordia que ayuda a ver siempre nuevas a las personas con las que vivimos cada día, en la familia, en clase o en el trabajo, sin recordar ya sus defectos ni sus errores; que nos ayuda no solo a no juzgar, sino a perdonar las ofensas sufridas. Incluso a olvidarlas»[4].

«Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión».

La respuesta final y decisiva se expresa con una clara invitación: «Vete y haz tú lo mismo» [5]. Es lo que Jesús repite a cualquiera que acoja su Palabra: hacerse prójimos, tomando la iniciativa de tocar las heridas de las personas con las que nos cruzamos cada día en los caminos de la vida.

Para vivir la proximidad evangélica, pidamos ante todo a Jesús que nos cure de la ceguera de los prejuicios y la indiferencia, que nos impide ver más allá de nosotros mismos.

Luego, aprendamos del Samaritano su capacidad de compasión, que lo empuja a poner en juego su misma vida. Imitemos su prontitud en dar el primer paso hacia el otro y la disponibilidad a escucharlo, a hacer nuestro su dolor, sin juicios y sin la preocupación de estar «perdiendo el tiempo».

Esa es la experiencia de una joven coreana: «Traté de ayudar a un adolescente que no era de mi cultura y al que no conocía bien. Y sin embargo, aunque no sabía qué hacer ni cómo, me armé de valor y lo hice. Y con sorpresa me di cuenta de que, al prestar esa ayuda, yo misma me sentí curada de mis heridas interiores».

Esta Palabra nos ofrece la clave para practicar el humanismo cristiano: nos hace conscientes de nuestra humanidad compartida, en la que se refleja la imagen de Dios, y nos enseña a superar con valentía la categoría de la cercanía física y cultural. Desde esta perspectiva es posible ampliar las fronteras del nosotros hasta el horizonte del todos y recobrar los fundamentos mismos de la vida social.

Letizia Magri y el equipo de la Palabra de Vida


Fotos © John-Lockwood – Unsplash

[1] Cf. Ap 21,5.
[2] Cf. Lc 10, 25-37.
[3] Dt 6,5; Lv 19,18.
[4] C. LUBICH, Palabra de vida de junio de 2002: Ciudad Nueva n. 388 (2002/6), p. 17.
[5] Lc 10,37.

Una mirada que cura

Una mirada que cura

Cotidianamente observamos a nuestro alrededor muchos sufrimientos que nos pueden hacer sentir impotente si no se abren resquicios de humanidad. Sin embargo, a veces, la respuesta viaja por WhatsApp, como ocurrió en una pequeña comunidad de una ciudad de Italia que desea vivir la unidad: «…en el hospital donde trabajo hay un joven, extranjero, que está completamente solo y se está muriendo. ¿Quizá alguien podría pasar unos minutos con él, para dar un poco de dignidad a esta situación?». Impacta profundamente y las respuestas no se hacen esperar. El mensaje de quien estuvo presente en las últimas horas dice: «Junto a su cama vimos enseguida que la asistencia era puntual, atenta y amorosa, y que por tanto no teníamos nada que hacer de concreto salvo estar allí. Ni él, ya en coma, podía beneficiarse de nuestra presencia». ¿Inútil? En esas pocas horas, una pequeña comunidad, dentro y fuera del hospital, acompañó y dio sentido. Quién sabe si una madre podrá llorarlo en su país. Seguramente su “paso” no fue en vano para quienes pudieron amar a aquel joven, que ya no era un desconocido.
La compasión es un sentimiento que nace desde dentro, desde lo más profundo del corazón humano. Nos hace capaces de interrumpir el propio viaje lleno de compromisos y citas frenéticas del día y tomar la iniciativa para acercarnos y ofrecer una mirada que cuida, sin miedo a “tocar” las heridas.
Lo explica con incisiva sencillez Chiara Lubich: «Imaginemos que estamos en su situación y tratémoslo como quisiéramos ser tratados nosotros en su lugar. ¿Él tiene hambre? Tengo hambre yo – pensemos. Y démosle de comer. ¿Sufre una injusticia? ¡Soy yo quien la sufre! Y digámosle palabras de consuelo, compartamos su dolor y no descansemos hasta que no esté iluminado y aliviado. Veremos cambiar lentamente el mundo a nuestro alrededor». 1
Nos lo confirma también la sabiduría africana con un proverbio marfileño: «Quien acoge a un extranjero, acoge a un mensajero».
Esta idea nos ofrece una clave para realizar el humanismo más auténtico; nos hace conscientes de la humanidad común, en la que se refleja la dignidad connatural de cada hombre y cada mujer, y nos enseña a superar con valentía la categoría de la “cercanía” física y cultural. Desde esta perspectiva, es posible ampliar los confines del “nosotros” hasta el horizonte del “todos” y reencontrar los fundamentos mismos de la vida social. Y es importante cuidarnos a nosotros mismos, con la ayuda de los amigos con los que caminamos juntos, cuando nos parece que sucumbimos ante los sufrimientos que nos rodean. Recordando que –como dice el psiquiatra y psicoterapeuta Roberto Almada– «si los buenos abandonan la batalla a causa del cansancio, nuestra humanidad común correrá el mayor de los riesgos: el empobrecimiento de los valores».2


1. Chiara Lubich, El arte de amar, Ciudad Nueva
2. R. Almada, El cansancio de los buenos, Ciudad Nueva

Foto: © Alexandra_Koch en Pixabay


LA IDEA DEL MES, es elaborada por el “Centro para el diálogo con personas de convicciones no religiosas” del Movimiento de los Focolares. Se trata de una iniciativa nacida en 2014 en Uruguay para compartir con amigos no creyentes los valores de la Palabra de Vida que es la frase de la Escritura que los miembros del Movimiento se esfuerzan por poner en práctica en su vida cotidiana. Actualmente LA IDEA DEL MES está traducida a 12 idiomas y se distribuye en más de 25 países, con adaptaciones del texto según las diferentes sensibilidades culturales. dialogue4unity.focolare.org

Cristianos protagonistas del diálogo

Cristianos protagonistas del diálogo

El 29 de junio el papa Pablo VI había invitado al Patriarca Athenágoras a enviar a Roma algunos representantes. Desde entonces los responsables de las dos Iglesias se intercambian visitas: el 29 de junio, fiesta de los santos Pedro y Pablo, viaja a Roma una delegación del Patriarcado de Constantinopla, y en alguna ocasión ha venido el Patriarca mismo, mientras que el 30 de noviembre, día de San Andrés, va al Patriarcado una delegación del Vaticano en nombre del Papa. San Pedro, obispo de Roma, y San Andrés, según la Tradición, fundador de la sede episcopal de Constantinopla, eran hermanos. Estas visitas son un llamado a estas dos Iglesias que se consideran hermanas a comprometerse en la reconciliación y reforzar los vínculos de solidaridad.

En esta fiesta, que también tiene un valor en el camino de unidad entre las Iglesias, publicamos un video con algunas impresiones recogidas durante la conclusión del Congreso que llevaba como título “Called to hope – Key players of dialogue” (Llamados a la esperanza – Protagonistas del diálogo). Fue promovido por el Centro Uno, que es la secretaría internacional para la unidad de los cristianos del Movimiento de los Focolares, y de él han participado 250 personas de 40 países y 20 Iglesias cristianas, con más de 4000 en el mundo que han seguido el evento a través de streaming.

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Esta maldición de la guerra

Esta maldición de la guerra

No entendía cómo un joven, agotado por los estudios y los sacrificios, podía ser revivido para prepararlo para una operación en la que tendría que matar a personas desconocidas, inocentes, y él, a su vez, tendría que ser asesinado por personas a quienes no había hecho daño. Vi el absurdo, la estupidez y, sobre todo, el pecado de la guerra: un pecado agudizado por los pretextos con los que se buscó la guerra y por la futilidad con la que se decidió.

El Evangelio, ya suficientemente meditado, me enseñó, como deber inseparable, hacer el bien, no matar; perdonar, no vengarme. Y el uso de la razón me dio casi la medida de lo absurdo de una operación que atribuía los frutos de la victoria no a quienes tenían razón, sino a quienes tenían cañones; no a la justicia, sino a la violencia […].

En el «radiante mayo» de 1915, me llamaron a las armas. […]

¡Cuántas trompetas, cuántos discursos, cuántas banderas! Todo esto acrecentó en mi espíritu la repugnancia por aquellos enfrentamientos, con gobiernos que, encargados del bien público, cumplían su tarea asesinando a cientos de miles de hijos del pueblo y destruyendo y dejando que se destruyeran los bienes de la nación: el bien público. ¡Pero qué idiota me parecía todo esto! Y sufrí por millones de criaturas, obligadas a creer en la santidad de aquellos asesinatos, una santidad también atestiguada por eclesiásticos que bendijeron cañones destinados a ofender a Dios en la obra maestra de la creación, a matar a Dios en efigie, a llevar a cabo el fratricidio en la persona de hermanos, bautizados, además.

“Vi el absurdo, la estupidez

y, sobre todo, el pecado de la guerra…”.

Como recluta, me enviaron a Módena, donde existía una especie de universidad para la formación de guerreros y líderes. Proveniente de Virgilio y Dante, el estudio de ciertos manuales que enseñaban a engañar al enemigo para matarlo me impactó tanto que, con una imprudencia insuperable, escribí en uno de ellos: – Aquí se aprende la ciencia de la imbecilidad -. Tenía un concepto muy diferente del amor a la patria. De hecho, lo concebía como amor; y amor significa servicio, búsqueda del bien, aumento del bienestar, para la creación de una convivencia más feliz: para el crecimiento, y no para la destrucción, de la vida.

Pero yo era joven y no entendía el razonamiento de los viejos, a quienes no les importaba comprender: se aturdían con desfiles y gritaban consignas para narcotizarse.

[…]

Tras unas semanas, tras graduarme en Módena, volví a casa para ir al frente. Abracé a mi madre, a mi padre, a mis hermanos y hermanas (en mi casa, los abrazos eran muy raros) y tomé el tren. Desde el tren vi el mar por primera vez, mucho más ancho que el Aniene; y fue como si hubiera cumplido con uno de los deberes de mi existencia: en tres días, llegué a las trincheras del Isonzo con el ciento once Regimiento de Infantería.

¡La trinchera! En ella, de la escuela paseé a la vida, entre los brazos de la muerte con las salvas de los cañones. […]

Si disparaba cinco o seis tiros al aire, lo hacía por necesidad: nunca quería apuntar el cañón del fusil hacia las trincheras enemigas, por miedo a matar a un hijo de Dios. […]

Si todos esos días pasados ​​en el fondo de las trincheras, contemplando juncos, matas de zarzas, nubes aburridas y azules brillantes, los hubiéramos dedicado a trabajar, se habría producido una riqueza capaz de satisfacer todas las necesidades por las que se libró la guerra. Claro, pero esto era un razonamiento; y la guerra es un antirrazonamiento.

Igino Giordani
Memorias de un cristiano ingenuo, Ciudad Nueva, Madrid, 2005.

Elena Merli

Foto: © ZU via Fotos Públicas