Era una tarde preciosa, un clima ideal. El malecón de Lima estaba lleno de gente: familias enteras disfrutando de la playa, padres e hijos que llegaban con sus tablas y el equipo para practicar surf, escuelas de surf con sus maestros, turistas y gente vendiendo bebidas y todo lo necesario para ofrecer a ese enjambre de posibles compradores.
Estábamos acompañando a un amigo del norte del Perú que había venido a visitarnos. Con Marcelo lo llevamos hasta los lugares más amenos y atractivos. Al horizonte se veían los surfistas cabalgar con destreza las altas olas del océano Pacífico, que de pacífico tiene bien poco o nada. ¡Un verdadero espectáculo! El sol se preparaba para la última escena del día con una puesta exclusiva, pintando el cielo de un anaranjado rojizo fuego.
En ese hermoso contexto, donde solo una cierta clase social puede acceder, todo se desarrollaba a las mil maravillas. En el medio de la multitud, noté a un hombrecillo delgado como un palillo cargando cuatro bolsas de reciclado que él mismo había ido recolectando: cartones, botellas de plástico, de vidrio, otros materiales de descarte… Este ser diminuto, completamente invisible en ese ambiente, se preparaba para subir unas altas escaleras que llevan al pasaje aéreo que atraviesa la autopista de un lado al otro, de la playa a la carretera. Parecía una hormiguita con una carga tres veces su peso.
En esa multitud sin rostro, su presencia atrajo toda mi atención. “Ven, siéntate un ratito junto a mí”, le dije, señalándole el lugar vacío a mi derecha del banco en el que estaba sentado. Me miró sorprendido y sonriente. Dejó sus bolsas y se sentó. “Hola, me llamo Gustavo, ¿y tú?”. “Arturo”, respondió con una amplia sonrisa que mostraba una boca desdentada. Me explicó que venía de lejos y que tenía que pasar al otro lado de la autopista, subiendo la impresionante escalera, para tomar el bus que lo llevaría hasta su casa. Allí, en su barrio, vendería todo el material descartado que había recolectado. Era su trabajo cotidiano para lograr sobrevivir, él y su familia.
Marcelo le ofreció 5 soles, el precio del pasaje en bus. Lo saludamos estrechando calurosamente su mano llena de sudor, deseándole buena suerte. Mientras subía las escaleras, cargando con sus bolsas, cada tanto dirigía su mirada hacia nosotros y nos regalaba su sonrisa desdentada.
En medio de la multitud sin rostro, Arturo pasó a ser la persona más importante, la que tocó nuestros corazones, la que nos movilizó interiormente, quien nos conectó con las bienaventuranzas, con el modo de mirar de Dios.
Marta, Lina, Efi y Moria, cuatro mujeres, focolarinas, que en su vida recorrieron distintos caminos y que ahora coincidieron entre sueños, realidad y ofrecimiento para trasladarse desde los focolares precedentes, a Chimaltenango para empezar la experiencia de una convivencia en una ciudad donde pobreza, interculturalidad y fracturas entre etnias son pan cotidiano.
Chimaltenango es una ciudad de Guatemala, distante 50 km. de la capital, a 1800 metros sobre el nivel del mar. Casi 120.000 habitantes de 23 pueblos indígenas distintos que se han ido congregando allí por la supervivencia económica.
“Yo estuve muchos años en Argentina -comienza Efi, originaria de Panamá-. Después estuve algunos años en México y poco antes de la pandemia llegué a Guatemala donde estuve solo 3 meses y tuve que partir para Panamá para acompañar a mi mamá que enfermó y luego falleció”. Fue un año que sirvió también para replantearme muchas cosas, hacer un balance de lo vivido hasta entonces y renovar la elección de la donación a Dios hecha años atrás”. Regresó a Guatemala con este proyecto en Chimaltenango.
“Crecí en un ambiente rural, con gente muy simple y mi sueño fue siempre hacer algo por los más humildes -afirma Efi-. Aquí la pobreza es muy grande. Y también están las comunidades indígenas, hay gente que ha conocido la espiritualidad del Movimiento y que por la pandemia y la realidad social en la que viven han quedado al margen”.
Lina, es guatemalteca, de origen maya, kaqchikel. Explica que una de las fracturas más evidentes es entre indígenas y mestizos (también llamados “ladinos” en Guatemala, englobando a todos los que no son indígenas). No existen relaciones fraternas, no hay diálogo. “Para mí -dice-, siempre fue un objetivo lograr superar esa fractura. Desde el momento en que tuve el primer contacto con los Focolares, pensé que esta es la solución para mi cultura, para mi pueblo, para mi gente”. Recuerda el momento en diciembre de 2007, cuando al finalizar el período de formación saludó a Chiara Lubich, diciéndole “Yo soy indígena y me comprometo a llevar a mi pueblo kaqchikel esta luz. Yo sentía que era un compromiso expresado frente a ella, pero hecho a Jesús”. De regreso a Guatemala se dedicó con esmero a acompañar a las nuevas generaciones siempre con la mirada puesta en generar vínculos de unidad tanto en las comunidades indígenas como en la ciudad.
Moria, Lidia, Marta, Lina, EfiLina visita a una familiaCon un grupo en el focolar
Marta también es guatemalteca. Mestiza. En sus primeros años de focolar también pudo dedicarse a difundir el carisma de la unidad en las comunidades indígenas. Más tarde tuvo que ocuparse de gestionar el Centro Mariápolis, la casa para encuentros en la ciudad de Guatemala. Trabajo intenso durante 23 años y vio desarrollarse el proceso de la reconciliación nacional y de la reivindicación de los pueblos indígenas, ya que las distintas comunidades indígenas elegían al Centro Mariápolis como lugar de encuentro. Se trasladó un período a México para reconstituirse después de tanta entrega. En ese tiempo se hablaba de identidad. Y la pregunta surgió espontáneamente “¿Yo qué identidad tengo? ¿Cuáles son mis raíces?”. La respuesta la encontró en la Virgen de Guadalupe que, que cuando se apareció en México en 1531, se mostró en el poncho de Juan Diegocon características somáticas típicas de los pueblos nativos americanos. “Para mí era entender que yo era mestiza como ella, que tiene las dos raíces y que puede dialogar tanto con uno como con el otro”.
Moria, que es de Chimaltenango, por motivos de salud vive con su familia y forma parte del focolar lo mismo que Lidia, focolarina casada que vive en la ciudad de Guatemala.
Historias que se entretejen hasta llegar a instalarse en esta ciudad que reúne tantas proveniencias, muchas culturas en una única cultura. “Nuestro deseo es estar con la gente, acercarnos”. “En las cosas simples, de cada día -dice Efi-, ese saludo, esa sonrisa, ese detenerse, estar con esa señora que no sabe ni siquiera hablar en español porque hablan su lengua y no nos entendemos”, y cuenta: “un día necesitaba comprar un pan. Voy al mercado y están las vendedoras sentadas sobre una esterilla de mimbre. Si quiero entrar en diálogo con ella me pongo al mismo nivel, me agacho, y como es un lugar de comercio trato de ser honesta con ella”.
“Desde que llegamos nos hemos propuesto volver a tomar contacto con las personas que conocieron la espiritualidad de la unidad en algún momento -interviene Lina- visitarlos en sus casas, siempre llevando algo, una fruta, por ejemplo, como se hace en estos pueblos ”. De ese modo, se crea un círculo de reciprocidad y se acercan al focolar. La casa se llena de voces de las mamás con sus niños, también jóvenes y a veces algún papá que se anima y las acompaña. Y así, sin buscarlo, se va creando la comunidad en torno a este novel focolar en el corazón de la cultura indígena de Guatemala.