“¿TU ME AMAS?”

 
Una historia de amor. El matrimonio, el nacimiento de una hija y la separación. Sin embargo, también la separación puede transformarse en una experiencia de Dios. También a través de una niña de siete años. La experiencia está narrada en primera persona, desde la mamá.

V. y yo nos conocimos en el año 2003 y un año y medio más tarde decidimos casarnos. Los dos somos veterinarios, trabajamos juntos y tenemos varios intereses y hobbies en común. Durante cinco años no tuvimos hijos y después de una primera etapa en la que aceptamos con dificultad esa realidad, nuestra relación comienza a consolidarse. Los dos somos creyentes practicantes y siempre hemos frecuentado diversos itinerarios de acompañamiento familiar.
En 2010 llega inesperadamente una niña, M., y su nacimiento coincide con la pérdida del trabajo para ambos. Entonces nos lanzamos a una nueva aventura laboral: abrir nuestra actividad por cuenta nuestra. El estrés es notorio. Llegan también dos abortos espontáneos, uno detrás del otro. Poco a poco, casi inconscientemente, algo empieza a cambiar: el diálogo se debilita, los intereses en común se vuelven individuales. V. parece vivir un momento de profunda crisis, yo pienso que es depresión. Muchos intentos por recuperar el vínculo pidiendo ayuda a todos: guías espirituales, psicólogos, amigos. Parezco una ciega que no se resigna a lo que parece inevitable. Transcurren cuatro años. Hemos cambiado: V. está distante, inaccesible, muy malhumorado, a menudo agresivo. Por lo tanto, yo me cierro en un silencio ficticio y a la vez en una espera vigilante de la evolución de los hechos y con una atención casi maníaca trato de descubrir los detalles para poder comprender.

Mientras tanto, M., aunque tan pequeña, con las antenas típicas de los niños, me confirma con su comportamiento, espontáneo e instintivo, que algo importante no está funcionando. Una profunda tristeza empieza a habitarme. Finalmente todo se ilumina, y aunque pasaron cuatro años durísimos, nos tomamos un año más para entender que podía mejorar entre nosotros. Ahora todo vino a la luz. Todo es claro y hay plena conciencia y junto a ella mucho dolor. Entonces le pregunto a V.: “Tú me amas?” Silencio absoluto y su respuesta es más elocuente que las palabras.

Finalmente comprendo la realidad, comprendo que la falta de respeto no puede ser aceptada, la abnegación y el deseo de una realidad de pareja a toda costa y a desmedro de mi persona me había hecho olvidarme de mí misma.
Estaba perdida.
Me repito una frase: “No quiero que M. tenga la percepción de una madre triste, yo no soy así.” Exteriormente parecemos una pareja serena. Hubiera podido continuar así, pero el respeto por mí misma y el grito interior que me movía a reencontrarme me condujo hacia un invisible, necesario, temporal horizonte oscuro hacia el cual jamás habría querido dirigirme. A un cierto punto la separación es inevitable.

La separación es una experiencia dolorosa que te afecta repentinamente, dejándote destrozada y por momentos sumergida en las miserias de tu propia vida, aparentemente plena hasta entonces. Salir de esta vivencia devastadora en poco tiempo y con lucidez no es simple. Es necesario afrontar y tener bajo control toda la humanidad que te afecta y que quiere abarcarte. Te sientes entumecida por el dolor, frágil, débil, indefensa, a merced de los excesos de ira y rabia, vomitando orgullo, odio y rencor.
Sin embargo, todo eso puede ser contenido, y aún así la experiencia de la separación puede transformarse en experiencia de Dios. Hay dos características en la base de esta historia: la lentitud con la que he vivido esta experiencia, que me dio la posibilidad de discernir y el silencio y la oración que han abierto las puertas de mi corazón al Espíritu Santo, acogiendo sus sugerencias.
Hace cinco años, cuando V. y yo nos separamos, M. tenía siete años. Siempre ha sido una niña muy perspicaz y madura y rápidamente pudo comunicar todo cuanto sentía dentro, esperando algunas cosas consideradas fundamentales para ella. Por ello en ese tiempo M. era para mí el clavo que me mantenía unida a mi cruz. Con la simplicidad de una niña me hacía preguntas y exigía respuestas. Un día me dijo: “Mamá, ¿tú quieres a papá?”. Una pregunta a contrapelo que requería una respuesta sincera y coherente.
Antes de conocer mi respuesta es necesario dar un paso atrás en el tiempo. Uno de los dolores más grandes de toda esta historia fue el sufrimiento que estábamos ocasionando a nuestra hija. M. había sido muy deseada, y durante cinco años no habían llegado hijos por lo que los médicos nos habían dicho que no los habríamos tenido a causa de nuestra infertilidad. Por el contrario, al cabo de un tiempo llegó inesperadamente. La maternidad fue una experiencia de un gran amor.

Por ese pequeño ser me sentía transportada inadvertidamente hacia la humanidad entera porque abría una ventana de amor en cada hombre y mujer del planeta. Y ahora, cómo podía ser tan egoísta como para no pensar en M. en este momento? Justo yo que tanto la había esperado. Mi humanidad herida y el dolor punzante, generaban sentimientos de rabia, rencor, odio tan fuertes, intensos, que lograban tomar posesión de mí y nublar mi alma.

Para contrarrestar era necesaria una fuerza más grande.

Le cuento a una compañera del Movimiento de los Focolares que frecuento que necesito liberar mi corazón de todos los sentimientos negativos para dejar espacio al amor. Pero ¿dónde buscar una experiencia de amor concreto?  ¿Dónde nutrirme y llenar el corazón de un amor tan grande? Necesitaba una motivación significativa. El impulso al cambio era mi hija. Primero la había deseado, luego concebido hasta el milagro del nacimiento. Su primera mirada, cuando fijó sus ojos negros en los míos, generó en mi interior un amor más grande, nunca probado antes. Era el sendero que me habría guiado hacia metas inesperadas. ¿Cómo responderle?

Ezio Aceti, un psicólogo que había contactado, me repetía a menudo que debía decirle la verdad a mi hija, una verdad a su medida. La miro entonces, directamente a sus ojos negros como siempre hace ella para estar segura de mi sinceridad, y le digo: “Yo siempre querré el bien para papá, así como papá querrá siempre el bien para mamá y ambos queremos el bien para ti.”  Sin darme cuenta, con esta respuesta había marcado mi itinerario de vida.  Pasar “del querer “ a “querer el bien”. Día tras día M. me impulsó a mirar a V. con ojos distintos, con sus ojos, con los ojos inocentes y simples de una niña. Como un clavo que adhiere mi carne a mi cruz M., poco a poco se transformó en la encrucijada de la mirada de Dios. Injertándome en el amor por M. comencé a mirar a V. como hijo de Dios.

Creo que M. y yo somos el fruto recíproco de cuanto el Espíritu Santo ha querido obrar por medio de nosotros susurrándonos al oído de nuestro corazón, como un Cyrano divino, palabras y pensamientos que nos han conducido a vivir en plenitud la experiencia dura y dolorosa de la separación. Finalmente nos hizo salir de lo que defino como nuestros estigmas, la luz de la resurrección partiendo de la separación. Reencontrando el sentido nunca perdido, a través de una gracia capaz de hablar todavía, hemos sido la vida, la una para la otra. Sin M. no habría podido abrir mi corazón a la creatividad del Espíritu Santo ni hacer este tipo de experiencia.

V. y yo seguimos trabajando juntos, cada uno consciente de la propia historia, cada uno capaz de perdonar al otro, cada uno finalmente en condición de mirar y acoger al otro. Un día si Dios quiere se encontrará el modo de contar esta experiencia a mi hija, a la que agradeceré siempre por la oportunidad que me ha dado. Una niña de siete años, con pocas certezas y poca consciencia de cuanto estaba sucediendo, me ha enseñado a amarme a mí misma y a los demás. Un camino largo, cansador, torturante, donde ha tenido un rol fundamental un psicoterapeuta que me ha “reconstruido” (ha unido mis piezas) y reconducido.  l acompañamiento de una amiga de los Focolares con el silencio, la ternura, la delicadeza y la acogida y guía espiritual de un sacerdote me ha permitido creer que el sacramento del matrimonio sigue viviendo, que la gracia no terminó y aún con la separación, seguimos siendo una familia.

Recogida por Aurelio Molè