Dante Orlandi

 
Constructor de los focolares en Argentina (19 de noviembre de 1921 – 26 de mayo de 2009)

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Cuando se iniciaba la aventura de la Mariápolis en O’Higgins, provincia de Buenos Aires, Dante trabajaba en la huerta, una imagen que se condice con su personalidad: la de hortelano que sabe sembrar, cultivar, con un trabajo cotidiano e incansable. Si muchos jóvenes, y muchos adultos y dirigentes de los Focolares siguieron el camino de la unidad, es fruto también de su siembra y cultivo paciente y pleno de esperanza.

Había nacido en Subiaco, Italia, el 19 de noviembre de 1921, en una familia de agricultores. Eran 6 hermanos, dos de los cuales murieron todavía niños. Fue a la escuela primaria hasta quinto grado y de joven trabajaba en el campo con su papá. A los 19 años fue incorporado por el ejército para combatir en la segunda guerra mundial y permaneció durante 4 años.

Veía esa experiencia del tiempo de la guerra como una preparación a lo que habría encontrado después. Había con él un compañero que admiraba mucho porque “era uno que vivía el presente”, y le impresionaba como compartía el pan con los más necesitados. Cuando en una oportunidad se encontró de pronto bajo un gran bombardeo, tal vez por primera vez se preguntó sobre el valor de la vida ante la posibilidad de morir en cualquier momento.

Al regreso del frente trabajó en una herrería y después, en Roma, como empleado en el depósito de una fábrica de cerveza. Allí iba a una parroquia donde se encontró con un sacerdote que trabajaba con los niños de la Acción Católica y se puso a ayudarlo. Esta dedicación a los niños se trasformó en una pasión que conservó durante toda su vida.

Un día en Subiaco conoció a un sacerdote que había reunido un grupo de jóvenes en el convento de San Benito y les leyó una carta de Chiara Lubich que le impresionó porque hablaba de “ver a Jesús en el hermano”. Cuando el sacerdote terminó, se la pidió y, volviéndola a leer, cuando llegó a la séptima línea ya estaba convencido de que esto era lo que buscaba. El sacerdote le dio la dirección del focolar y allí le explicaron que significaba amar al hermano como a Jesús, porque Jesús se siente amado en el hermano. Inmediatamente lo comenzó a poner en práctica en la fábrica con sus compañeros de trabajo.

En el año 1956 entró a formar parte del focolar, permaneciendo algunos meses en Roma, después en Milán, un año y medio en Francia, “sin hablar una palabra de francés”, hasta que en 1962 le proponen partir para la Argentina, donde vivirá por el resto de su vida.

“En Dante he comprendido cómo tiene que ser nuestra paternidad, nuestra maternidad espiritual –dice Daniel, focolarino– porque sabía estar a tu lado en silencio, sin esperarse nada, sin desear nada, pero ‘estaba’ y su presencia te daba la fuerza necesaria para ir adelante. En él podías encontrar esa mano, ese brazo fuerte en el que te podías apoyar para volver a ponerte de pié y recomenzar, para seguir”.

Después de haber estado en distintos focolares de Argentina, sus últimos años los pasó en la Mariápolis Lía. De trato franco, alegre, sin vueltas, llamando a las cosas por su nombre, admiraba en las personas la transparencia, que justamente lo caracterizaba. Le gustaba estar en medio de los jóvenes. Se sentaba en un banco por el camino o al lado de la cancha a verlos jugar y siempre había alguno que lo esperaba para hablar. Sabía captar lo mejor de cada uno y lo ayudaba a superar los obstáculos que le impedían progresar. Su objetivo era que se encontraran consigo mismos y con Dios.

En la última etapa estuvo plenamente dedicado a acompañar a Victorio Sabbione, ya delicado de salud, mientras él mismo se preparaba con la sabiduría que lo caracterizaba.

Una vida plena, volcada con simplicidad en lo cotidiano. Siempre dispuesto a tareas de servicio, de cualquier tipo, con gran dignidad. Comunicativo, buena voz y entonación, tanto que, cercano a los 90 años, una canción a la madre fue su último regalo a los niños de la escuela de O’Higgins. En efecto, pocas horas más tarde tuvo una descompensación y, mientras lo traían de la sala de primeros auxilios, aparentemente repuesto, antes de llegar a casa partió serenamente casi sin que lo advirtieran. Diríase que en su ley, porque no pudieron dejar de recordar las veces que había expresado el deseo de “morir como un pajarito”. Sabían lo bien que estaba preparado a encontrarse con Aquel que había aprendido a reconocer en cada hermano.

Su Palabra de vida era: “Les aseguro que el que me reconozca abiertamente delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de Dios” (Lc 12,9).

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