Preparado por: Isabel Garzón Bosque

Sinopsis: Entre los numerosos personajes que florecen en la segunda mitad del siglo iv, descuella señera la figura del más elocuente de los hombres de su tiempo: Juan de Antioquía.

Precisamente por su elocuencia, habría de conocerlo la posteridad con el sobrenombre de Crisóstomo.

No hay escrito del Crisóstomo en que no se pueda encontrar alguna reflexión sobre la virginidad y el matrimonio.

La virginidad que el Crisóstomo resalta requiere la castidad del alma y la consagración a Cristo; para el Antioqueno, la virginidad hunde su raíz en la virtud de la fe y convierte a quien la vive en una persona humilde que sirve a Cristo.

Es posible que este tratado fuera escrito en su época de diácono: el ideal de la virginidad que el Antioqueno propone en esta obra se asemeja al propuesto en otras obras ascéticas en las que se percibe también el recuerdo de la experiencia anacoreta.

Pensamos que la obra podría haber sido publicada en torno al año 382 y que sería reflejo de las preocupaciones que experimentaría nuestro autor en sus funciones como diácono.

Ignoramos qué llevó al Crisóstomo a la redacción de este tratado. Quizá le fuera solicitado con el fin de edificar a grupos ascéticos de Antioquía, quizá fuera el propio Juan, quien –consciente de la lucha que conlleva su observancia– creyó oportuno escribir un elogio sobre la virginidad.

Desconocemos las circunstancias concretas, pero sí podemos decir que este tratado fue escrito en un momento en el que se desarrolló una abundante literatura acerca de la virginidad, mucha de ella de corte polémico, destinada a defenderla de sus oponentes.

Sobre el autor

Juan Crisóstomo

Ordenado sacerdote en febrero del año 386, al comienzo de la Cuaresma, comenzó enseguida su actividad de predicador revelando una clara y profunda concepción del bautismo, debida por una parte, a su experiencia personal y, por otra, a la tradición que se hallaba presente en la Iglesia de Antioquía. «Boca de oro» fue llamado, precisamente por su carisma especial. Su auditorio en Antioquía y en Constantinopla, a menudo estallaba irresistiblemente en aplausos cuando le oía con su estilo brillante y popular, original, imprevisible y vivo. Pues bien, toda su extraordinaria oratoria, todos sus discursos, apuntaban a algo esencial: llevar a las gentes a la práctica del Evangelio, sin medias tintas. Él, que durante cierto tiempo, se formó con los ermitaños, en los alrededores de Antioquía, quería que se realizase aquella perfección de los monjes -aquella vida angélica, como él la llamaba-, en medio del pueblo, entre gentes de todas las profesiones y estados; en la ciudad, en las familias. Ésta era una de sus ideas dominantes. Por eso Juan Crisóstomo ha sido, con razón, definido como maestro de la vida cristiana para los laicos. Y no fue casual el que Juan XXIII lo proclamara «celestial patrón» del Concilio Vaticano II.

Otras obras del mismo autor:

Editorial Ciudad Nueva – Madrid

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