Alfonso_di_Nicola-01«Había ido siendo pequeño –cuenta Alfonso, en 1945- cuando mi padre fue encarcelado injustamente. Con mi mamá íbamos a visitarlo en la cárcel y si bien era muy chico pude darme cuenta de la profunda desolación de los detenidos: gente sin esperanza, sin futuro. Y sin dignidad. Entonces me prometí a mí mismo que algún día habría hecho algo por ellos».

Alfonso tiene que esperar un poco para realizar su sueño. Se inscribe en un curso de voluntariado y así obtiene el permiso para ir a visitar la cárcel de Rebibbia (Roma) que acoge a alrededor de 1.700 detenidos. Están allí descontando las condenas más variadas: venta de droga, abusos sexuales, crímenes mafiosos, extorsión, homicidio… Alfonso sabe que tiene que hacer cuentas con la desconfianza de quien está convencido que ya quemó toda posibilidad de rescate. De hecho muchos rechazan su cercanía, pero él no se retira, está convencido de que en cada uno está la imagen de ese Dios que él eligió como el todo de su vida cuando siendo joven se hizo focolarino. Finalmente uno de ellos, Giorgio, detenido por participar en un asalto que terminó en tragedia, le pide que vaya donde su mamá para llevarle un abrazo y pedirle que lo perdone. Alfonso va donde ella y se da cuenta de que está muriendo. Este gesto, tan inesperado y tan esperado al mismo tiempo, la reconcilia con el hijo y con el pasado. Pocos días después fallece en paz. Alfonso sigue estando cerca del hijo, hasta que sale de la cárcel y lo ayuda a reinsertarse en la sociedad. Ahora Giorgio tiene un trabajo, aunque no es fijo, pero le permite ayudar a mantener su familia con dignidad.

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Junto a otros 30 voluntarios, Alfonso acompaña las familias de 160 detenidos.

En sus visitas a los detenidos, Alfonso se da cuenta de la urgente necesidad de que el hilo que los vincula al mundo externo permanezca vivo. Por eso se prodiga para que la relación con la familia, especialmente con el cónyuge, no se interrumpa, y también para ayudar a las familias que debido a la detención han caído en graves situaciones económicas. Pero para hacer esto se necesitan energías, personas, dinero. Él no se da tregua y prepara un proyecto denominado “Siempre persona”, para indicar que aun estando presos la dignidad no desaparece, precisamente porque tampoco desaparece el amor de Dios por cada persona. Junto a otros 30 voluntarios –padres de familia, profesionales, pero también ex -presidiarios- mantiene una relación con las familias de 160 detenidos, les lleva apoyo moral, ayuda alimenticia y económica. Es un número que crece día con día. El espíritu que anima su trabajo es el típico del focolar: “ser familia” para cada uno de los presos, estando cerca, sin juzgar su pasado.

Palabras como escucha, confianza, fraternidad, en la cárcel realmente adquieren significado. Sobre todo misericordia, una actitud que –afirman estos voluntarios- «actúa en las personas como un estímulo que los ayuda a volver a levantarse cada vez que sienten la tentación de abandonarse a sí mismos». Como le sucedió a Roberto, quien después de haber descontado 8 años de cárcel, al no encontrar ni acogida ni trabajo, se convirtió en un vagabundo. Gracias al proyecto “Siempre persona” fue aceptado en un pequeño hogar, donde puede ejercer su profesión de cocinero, y está readquiriendo así su dignidad. O como Francesco, que era chofer, pero después de 4 años de prisión nadie le quería dar trabajo ni confianza. Ahora forma parte del equipo de voluntarios que preparan y entregan los paquetes de las familias de los presos.

De historias como éstas hay tantas que se escribió un libro. Es más, dos: “Estaba preso…” y “Cárcel y alrededores”, escritos por Alfonso Di Nicola, ambos editados por Cittá Nuova.

 

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