Jorge Haddad

 
“Cobarde…, pero locamente enamorado” (21 de febrero de 1938 - 21 de enero de 1979)

20130121-01 Desde joven estuvo siempre en la búsqueda de ideales por los cuales jugarse. Con apenas dieciocho años desaparece por algunas semanas, en momentos de graves enfrentamiento en el país, reapareciendo armado con un fusil. Será, luego, el duro trabajo en la actividad comercial de su padre lo que lo ayudará a madurar.
Se casa con Beby en 1960. Un período hermoso, pero, con el tiempo, cuando ingratitudes y desilusiones de la rutina cotidiana comienzan a apagar lentamente su que entusiasmo, la imprevista y grave enfermedad de su hijo Andrés, lo pone de rodillas. Después de meses en los que pide incesantemente la curación, Jorge finalmente se manifiesta “dispuesto a entregar el hijo al Señor”. Pocos días después, cuando entra en el cuarto a acompañarlo en lo que supone que es su agonía, contra todo lo previsto advierte que el niño comienza a dar señales de recuperación y, en poco tiempo, sana completamente. Jorge siente que su oración ha sido escuchada y marca un vuelco en su vida.

Más adelante, en 1972, en la casa de los Haddad se ha reunido un grupo de amigos para organizar una cooperativa y alguien que ha venido de Córdoba habla con entusiasmo de un original encuentro de varios días, una Mariápolis, que se realizará en su ciudad. No obstante el trabajo y las múltiples ocupaciones, Jorge se pone en viaje con toda la familia y allí comienza su espléndida aventura en el Movimiento de los Focolares. De regreso a Mendoza, poco a poco los Haddad se encuentran rodeados de un nutrido grupo de familias conquistadas por su compromiso solidario con todos. Son años luminosos en los que con Beby, su esposa, y sus cinco hijos, van conformando una hermosa familia que se convierte en punto de referencia para la floreciente comunidad del Movimiento y, en particular, de Familias Nuevas. El sótano de su tienda de telas se había ido convirtiendo poco a poco en el lugar de reunión de amigos que constituían un núcleo de “voluntarios” -un docente, un tornero, un suboficial de aeronáutica, un decano en la facultad, un bancario…- , comprometidos en ayudarse a construir la unidad en su propio ambiente. Cada uno traía a cuestas su mundo, no siempre fácil. A veces era el mismo Jorge el que llegaba abrumado por el peso del mundo de los negocios, y en ese remanso de unidad se reconstruían. “Cuando hablaba Jorge siempre era el pobrecito –recordaba uno de ellos-, todo lo decía con humildad y era sincero, porque tenía muchas exigencias y se sentía siempre en deuda, pero es así como sus palabras nos llegaban hondo y contaba experiencias que uno se quedaba con la boca abierta”. Jorge se preocupaba por cada uno y los demás espontáneamente convergían en él. No descuidaba el negocio, pero le interesaban cada vez más las personas, convencido de que eso era lo primero que había que renovar para cambiar la sociedad. En su casa era un ir y venir de gente, sobre todo de familias, tanto que, llegado un momento, se vieron en la necesidad de bajar las cortinas por lo menos un día a la semana, como si no estuvieran, para estar solos, él y Beby, con los hijos que crecían en ese clima de entrega a los demás.

Además de las actividades que generaban en función de las necesidades espirituales y materiales de la comunidad, Jorge era amante también de las salidas en grupo a pasear, a comer algo –le encantaban las comidas árabes, con todo su ritual- , encontrarse en alguna cervecería, compartir esos espacios sin tiempo donde no se hace otra cosa que estar juntos y sobre todo se cultiva la amistad. En el fondo su meta era nada menos que “hacerse santos juntos” por el amor recíproco en la vida de todos los días. Tiempo en el que Jorge comenzaba a tomarle gusto a la sabiduría, afinando su vocación a consagrarse a construir la unidad humana y espiritual, a “que todos sean uno”.

Pasa el tiempo y en un momento de intimidad, el día que dedicaban a su familia, les preguntó a los más chicos qué les hubiera gustado que les dejara como herencia. “A mí el auto”, dice Andrés (13 años), era un Peugeot último modelo. “Yo la casa”, salta inmediatamente Pablo. “A mí el reloj” se resignó Juan. Las miradas que se cruzaron Jorge con su esposa y su hija mayor, a medida que avanzaba en el diálogo con los otros tres, entusiasmados con el futuro, había ido pasando del asombro a la condescendencia. Ellas ya estaban enteradas de que, por un malestar que Jorge venía soportando, le habían diagnosticado una enfermedad probablemente incurable.

“Miren, yo les voy a dejar una herencia mejor todavía, que ni la moda, ni el tiempo, ni un terremoto les podrá quitar. Quiero dejarles como herencia el amor entre nosotros, que hace que Dios esté presente”. Los chicos entendían ese lenguaje y no quedaron defraudados por el vuelo místico que tomaba el juego. Tenían experiencia de que el propósito de amarse era una verdad cotidiana y que los miércoles se ponía a punto. Sólo para Beby y Cinthya aquello no era un juego y estaban con los ojos húmedos. Los estudios demostraban que era un linfoma y tenía los ganglios inflamados.

Había sido un golpe tremendo. “Me resulta tan difícil explicar lo de estos días -escribía Jorge el 3 de diciembre de 1977-, porque me parece experimentar el encuentro de un Dios potente con un ser frágil, débil, miserable, de ahí el impacto grande que he sentido. Pero es verdad que en el amor es donde todo se comprende y que sólo de noche se ven las estrellas”. “Una vez me impresionó una canción popular que decía: no me importa el triunfo, ni la riqueza, sólo me importa que la vida se mantenga despierta”. Eso me interesaba. Han pasado unos años y veo las maravillas que Dios ha realizado y me bulle en la sangre las ganas de VIVIR, poco o mucho, no importa, pero intensamente”.

“Comenzó una carrera. Nuestro matrimonio, con el dolor, se elevó como nunca –recuerda Beby-. No había lugar para las medias tintas de nada, para encerrarse en el dolor o para ‘mañana veremos’. Todo ese año fue una escuela de vida imborrable. El hecho de compartir el mismo ideal nos daba una posibilidad única de ayudarnos. A cada uno Dios le dio la gracia que necesitaba. A mí me dio una fortaleza que no era común para acompañarlo. Además era toda la comunidad que nos sostenía”, mientras Jorge pasaba a ser como la punta más avanzada de su vida espiritual. Justamente ese mes se vivía en todo el Movimiento la frase de la Escritura que dice: “Completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo”. “Nunca antes la había comprendido –comentaría Jorge-. Ahora sí creo que la entiendo”.

Después del primer tratamiento pudo volver a una vida casi normal. Comenzaron a alternarse los períodos de actividad con los de reposo absoluto. Lo tomó como una escuela que “ayuda a ver la diferencia entre luciérnagas y estrellas, que te ubica en el camino recto”. Se concentró en dejar las cosas preparadas a sus espaldas, los proyectos que tenía en el negocio, a Beby que quedaría con cinco hijos chicos, algunos todavía pequeños… A medida que se acordaba iba dejando todo anotado como en un vademécum donde pudieran consultar.

“Aunque nunca llegué a entender del todo las exigencias de Jorge, fue una gracia no haber sido un obstáculo en su camino, se define con excesivo rigor Beby. Y agrega enseguida, como recuperando el terreno cedido con su primera afirmación: “era la sensación de estar colaborando a la plenitud, la santidad, del ser que más quieres”.

La enfermedad sigue su proceso y Jorge le escribe a Chiara Lubich, con quien mantiene una correspondencia cada vez más intensa: “Soy consciente de que mi ‘valija’ no está ni siquiera… desordenada. Está vacía. Por esto me veo obligado a vivir solo el momento presente y esto me ha enamorado de Dios». A los más cercanos  les dice: «Estoy tranquilo porque siempre los amé con corazón puro (…). ¿Puede acaso morir el amor que se construyó entre nosotros?”. Le cuenta a un amigo que para él siempre fue importante su realización y de haberla buscado primero en la familia, luego en el trabajo, en las actividades solidarias, “y ahora me encuentro en esta cama y nadie entiende por qué estoy tan feliz, ni por qué Beby está tan feliz, por qué están así los hijos: es porque hemos comprendido que la realización consiste en ser Jesús que entregó su vida abandonado, en ser como El!”.

Consciente del temor natural ante el dolor, él mismo se explicaba su entereza definiéndose “cobarde… pero locamente enamorado”. Un tiempo de maduración vertiginoso que elevó a todos, que se turnaban para acompañarlo, a un nivel excepcional. En momentos de calma se fue despidiendo de sus padres, sus amigos, sus hijos con un amor personalizado. “Muchos venían a encomendarle situaciones difíciles –recuerda Beby– y luego por la noche, en las oraciones las recordábamos y él se alegraba de poder ofrecer su dolor por cada una frente a Dios. Gracias que me lo pidieron, decía… Yo era la encargada de hacer la lista. Los chicos se turnaban para asistirlo. Nati, con dos años, se trepaba a la cama y lo acariciaba cuando la tos le provocaba ahogos”. Jorge no quería dejar nada en el aire, que los demás tuvieran que preocuparse a último momento, incluso la funeraria que se ocuparía del velatorio y luego del traslado de sus restos a la Mariápolis Lía, que había elegido como última morada.

El 21 de enero de 1979, rodeado de la familia, partió al Paraíso.

Su Palabra de vida era: “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22, 27)

Su biografía ha sido publicada por Ciudad Nueva bajo el título: “Sólo de noche se ven las estrellas”.

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