Fernando había nacido el 4 noviembre de 1943 en Rufino (Prov. Santa Fe – Argentina). Fue ordenado sacerdote el 14 de marzo 1976 por Mons. Antonio Rossi para la diócesis de Venado Tuerto. Años más tarde obtuvo en Italia la Licenciatura en Teología Dogmática. En 1968 había conocido como seminarista el Movimiento de los Focolares a través de la revista Ciudad Nueva y la participación en una Mariapolis.
Pronto decide hacer suya la espiritualidad de la unidad de Chiara Lubich, sintiéndose parte de su familia espiritual, la Obra de Maria. Le pide a Chiara una palabra de vida y un nombre nuevo. “El Señor dirige sus pasos” (Prov. 16,9) será la elegida y Fernando Maria el nuevo nombre. Después de la ordenación trabajó pastoralmente en su diócesis de Venado Tuerto donde fue párroco y profesor en el Instituto del Profesorado. Luego en la naciente Prelatura de Deán Funes colaboró con el obispo Lucas Donnelly como encargado de la juventud y de las vocaciones, canciller y consultor diocesano. En estos últimos años -según sus posibilidades de salud- prestó servicios pastorales varios en la diócesis de Rosario.
Una característica suya sin duda fue la dimensión misionera, la capacidad de irradiación del Evangelio potenciada por la nueva comprensión del testamento de Jesús, “que todos sean uno”. Muchísimas las personas que se encontraron con Jesús o profundizaron la vida del Evangelio gracias a Fernando. Fueron abundantes los contactos que tuvo con pastores y miembros de otras iglesias cristianas.
Dice Silvia Escandell: “lo definiría como un enamorado del Ideal de la unidad y un seguidor de Chiara, en la cual había encontrado a su madre, pero más que eso una expresión de Maria en la vida de la Iglesia.
Tenía un gran amor por las focolarinas y los focolarinos y un gran reconocimiento a nuestra vocación sobre todo porque en cada una/o veía la misma realidad de Chiara y la certeza de su continuidad en la historia. Y no era porque no nos conociera personalmente ya que sabía de nuestras pruebas, historias, por los múltiples coloquios y confesiones.
Tengo que testimoniar también su fidelidad a Jesús crucificado y abandonado. En muchos momentos lo vi bajo el peso de “su” cruz, muchas veces evidenciando sus límites, pero en su alma el deseo constante de no traicionarlo”.
Y Salus Kerber: “Siempre me acuerdo del último encuentro cuando fui a saludarlo, antes de partir para Suiza a mi nueva destinación: ¡un momento de paraíso! Una persona, a la cual todo se le iba quitando de a poco: independencia, libertad, consolaciones… y sin embargo, lo vi como un hermano disponible para el otro, uno que se jugaba por quien tenía cerca, un «refugio de pecadores».
Diana Brunet recuerda: “le estoy muy agradecida a Fernando porque logró acompañar a mi papá en la última etapa de su vida, yendo a visitarlo casi todos los días, haciéndole sentir su cercanía hasta que se acercó a los sacramentos, haciendo a los 76 años su primera comunión! Después de algunos días papá partió para el cielo”.
“Era un pastor de verdad -continúa Salus- abierto para acoger a quien sea, siempre dispuesto a las sorpresas más inesperadas… un padre para quien venía buscar consuelo, para quien se confesaba con él ; un constructor incansable de relaciones, uno en el cual el obispo encontraba alguien en quien confiar, con quien llevar las cruces de la diócesis. ¡Encontrándolo a Fernando, me encontré con alguien que nunca cerraba la puerta frente a uno, daba esperanza, visión de Dios!”.
Concluye Salus: “parecen palabras de circunstancia, ya que tampoco Fernando era perfecto. ¡Tenía sus defectos, sus cruces, sus momentos de luchar con su carácter impulsivo y cuántas veces su inteligencia aguda lo hacía sufrir en la relación con los demás, y a menudo le jugaba en contra! Pero al final de la vida queda solo el amor, y es lo que él tenía: ¡un amor sin límites, inmenso y de manera especialísima para los menos privilegiados, por los que sufrían! Nada de prepotente, de «yo». Lo vi en mis tantos años en Argentina, siempre en donación y en la búsqueda de quien estaba al margen… sea del clero, sea de la gente. ¡Por eso todos se sentían acogidos y bienvenidos!”.