“Ella [la pobre viuda], de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”
(Marcos 12, 44)
Estamos en la conclusión del capítulo 12 del evangelio de Marcos. Jesús se encuentra en al templo de Jerusalén; observa y enseña. A través de su mirada asistimos a una escena con varios personajes: algunos que deambulan, otros que son propios del culto, considerables con sus largas vestimentas, ricos que entregan sus importantes ofertas en el tesoro del templo.
En ese momento una viuda se adelanta, ella pertenece a una categoría de personas afectadas social y económicamente. Ante el desinterés general, pone en el tesoro dos pequeñas monedas de cobre. Sin embargo, Jesús la advierte y convoca a los discípulos para instruirlos:
“Ella [la pobre viuda], de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.
Jesús introduce sus enseñanzas más importantes concentrándose en la viuda pobre, y nos invita a mirar en esa dirección: ella es modelo del discípulo.
Su fe en el amor de Dios es incondicional; su tesoro es Dios mismo. Y al entregarse totalmente a él, la mujer desea también donar todo lo que posee en su pobreza. Este abandono confiado en el Padre es, de alguna manera, la anticipación de la misma entrega de sí que Jesús cumplirá pronto con su pasión y muerte. Y esa pobreza de espíritu es la pureza de corazón que Jesús proclamó y vivió.
Lo cual significa “poner nuestra confianza no en las riquezas, sino en el amor de Dios y en su providencia. Somos pobres de espíritu cuando nos dejamos guiar por el amor hacia los demás. Entonces compartimos y ponemos a disposición de quienes sufren necesidad una sonrisa, nuestro tiempo, nuestros bienes y nuestras capacidades. Al donarlo todo por amor somos pobres, es decir vacíos, nada, libres, con el corazón puro”[1].
La propuesta de Jesús cambia nuestra mentalidad: en el centro de sus pensamientos está el pequeño, el pobre, el último.
“Ella [la pobre viuda], de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.
Esta Palabra de Vida nos invita antes que nada a renovar nuestra plena confianza en el amor de Dios y a confrontarnos con su mirada, para ver más allá de las apariencias, sin juzgar ni depender del juicio de los demás, a valorizar lo positivo de cada persona.
Nos sugiere la entrega total como lógica evangélica que crea una comunidad pacificada porque nos impulsa a hacernos cargo los unos de los otros. Nos lleva a vivir el Evangelio en lo cotidiano, sin mostrarnos, a dar con generosidad y confianza, a vivir con sobriedad en el compartir. Nos pide prestar atención a los últimos, para aprender de ellos.
Venant nació y creció en Burundi. Y nos cuenta: “En la aldea, mi familia podía tener cierto bienestar con cada cosecha. Mi madre era consciente de que todo era providencia del cielo y repartía los primeros frutos entre los vecinos, comenzando por las familias más necesitadas, destinando para nosotros sólo una parte de lo obtenido. De su ejemplo aprendí el valor de la entrega desinteresada. Y así comprendí que Dios me pedía que le diera la mejor parte, que le diera mi vida”.
Letizia Magri y equipo de Palabra de Vida
NOTAS
[1] Lubich C., Palabra de Vida de noviembre de 2003.