En el mundo moderno, la obediencia ya no se aprecia en la justa medida. El soplo de libertad, de fraternidad y de igualdad que se desencadenó con la Revolución Francesa ha entrado ya en nuestros periódicos, en nuestros patios, en nuestras casas, e incluso en nuestras parroquias y en nuestros conventos. (…) Por eso no es raro encontrar en nuestro inconsciente un sentido de desconfianza frente a aquella preciosa virtud, como si ésta estuviera  en contraposición con el descubrimiento evangélico de que somos todos hermanos en Cristo. (…)

La obediencia no implica una abdicación de la propia personalidad, una humillación inhumana. Por el contrario nos ayuda a ser verdaderamente nosotros mismos, a desarrollar nuestro yo, porque nos inserta en un contexto social que es indispensable, humana y divinamente, para la verdadera manifestación de nuestras capacidades.

Cuando la voluntad de quien es legítimamente superior a mí en el gobierno civil o eclesiástico me indica lo que debo querer o lo que debo omitir, aunque esto choque con mis proyectos o con mi manera de pensar, me eleva siempre a un plano más amplio y general, al plano del bien común.

La limitación que experimento, la fricción por el contraste que produce, es la contribución necesaria para este ensalzarme. En aquel momento mi humanidad crece, es más plena. Y cuánto más unido me siento a los demás, descubro que es mayor mi fraternidad  con ellos. Esto, en efecto es el fruto de la comunión. La obediencia, lejos de ser un obstáculo, se convierte así en un medio indispensable para la fraternidad humana. (…)

Muchas veces al hablar de esta virtud, se presentan sólo los aspectos ascéticos de la misma: cuánto progresa el alma con la renuncia a la propia voluntad, cuánto se libera de las pasiones etc. Y ciertamente es verdad, pero además proporciona algo mejor, nos hace partícipes de la humanidad de Cristo místicamente, nos permite experimentar en nuestro corazón los mismos sentimientos de Jesús. (Cf Fil. 2,5).

María Santísima es el modelo por excelencia de esta obediencia interior. Cuando responde al ángel: “He aquí a la esclava del Señor”. Cuándo para seguir el edicto del emperador romano, va a Belén; cuando “con toda prisa” sigue la inspiración de ir a asistir a Isabel; cuando en las bodas de Caná pide a Jesús un milagro; cuando en el Calvario  da al Hijo de Dios para estar con Juan; cuando en medio de los apóstoles ora en espera amorosa del Espíritu Santo; su vida es un continuo obedecer sólo a Dios, obedeciendo a los hombres y a las circunstancias.

Y reviviendo en nosotros a María, participaremos de su misma intimidad, de su misma docilidad. Como el focolarino Andrea Ferrari que, moribundo, con la sonrisa en los labios a quien lo preparaba para aceptar la voluntad de Dios, le decía sonriendo, con una agudeza que manifestaba su íntima unión: “ Hemos aprendido a reconocerla siempre, incluso en el rojo de un semáforo”.

De: P. PASQUALE FORESI – Palabras de Vida – Ciudad Nueva 1972 – pág.95-98

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