«Educar significa encender una llama, y no llenar un odre. Pero si es una llama que hay que alimentar, hay que educar al hombre para que guarde y aumente el calor y la luz: necesita la educación, que no dura solamente en la época de la infancia, sino que se prolonga desde el nacimiento hasta la muerte, es decir, en todo el tramo de la vida en el que hace falta dar calor y encender una luz». Giordani fue un escritor y un periodista, un hombre político, pero fue también un formidable educador. Sus escritos estaban pensados para enseñar, para formar al ciudadano a una vida recta y, de hecho, fueron muchos – laicos y clero, en la Iglesia y en la sociedad civil – que se formaron con las publicaciones de Giordani, en el difícil periodo de la resistencia cultural al fascismo y después en los años de la guerra fría. Giordani vivía y escribí. Escribía y con ello enseñaba. A su parecer, la educación debe ser un proceso universal, que involucre a todos los ciudadanos. El significado de la función educativa es el de transmitir dos principios que fundamentan a la persona: libertad y responsabilidad. Haciendo referencia a una imagen usada por Plutarco, para Giordani educar significa encender una llama, y crear las condiciones para que el discípulo sepa mantenerla constantemente viva. El baricentro del proceso educativo, con ello, se traslada del docente al alumno, y de la infancia al entero arco de la vida, hacia una auténtica educación permanente: «Los educadores son de orden natural: familia y Estado, y de orden sobrenatural: Iglesia. Cuando los unos y la otra colaboran para alcanzar un solo ideal, cooperando en lugar de tropezándose, la educación alcanza su plena eficacia. Entonces tanto los individuos como las masas no se quedan impasibles y neutrales ante su destino, sino que lo enfrentan con valor: entonces se viven periodos épicos de las grandes empresas de paz y de guerra, del pensamiento y del trabajo. La familia no es sólo un vivero o un hospicio o un alojamiento corporativo: es una iglesia y una escuela. Los padres gozan del derecho que les da la naturaleza, y por ello de Dios, de educar además del de engendrar y alimentar, a los hijos: derecho y deber, irrenunciables, anteriores a cualquier otro derecho de la sociedad civil. La familia educará si los padres no sólo son personas educadas, sino si tienen conciencia de su misión de maestros; si saben alimentar en las almas infantiles ideales superiores a la comida y a la carrera; si actúan como pequeña iglesia docente. La religión nos sirve también para recordar, elevar y proteger la obligación pedagógica que posee la familia. Y la política debe hacer otro tanto. Por lo tanto, el Estado es el otro gran educador y cumple este deber sobre todo a través de la escuela. Hoy el Estado posee sus escuelas, y tiene el pleno derecho natural de poseerlas. Pero ya no estaría en su derecho si en estas escuelas coartara la conciencia religiosa y pervirtiera la moral; y aún peor, si impidiera a la Iglesia que tenga sus escuelas». «Por lo que se refiere a la moral, la educación es, o tendría que ser, una sola, desde la familia al Estado, desde la parroquia a la propia profesión; educación que toma sus normas de la ley de Dios y construye sobre ésta las leyes del hombre; una educación cuya alma es una fe trascendente que, como tal, saca a los individuos del individualismo y los conecta entre ellos, bajo el impulso de la justicia y de la caridad. Como dijo un pedagogo ilustre: “la verdadera cultura social nació en el Gólgota”». (Igino Giordani, “Educación e instrucción” en La società cristiana, Città Nuova, (1942) 2010, págs. 108 – 111)
Ser “prójimos”
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