«A pesar de haber viajado por el mundo, su raíz romana y, en cierto sentido, vaticana, su exploración de las doctrinas políticas y sociales, Igino Giordani nunca interrumpió el vínculo afectivo que lo ligó a su ciudad natal: Tívoli. Basta ojear las páginas en las que Giordani habla de su ciudad, o leer el romanzo La città murata (La ciudad amurallada), idealmente ambientado en Tívoli, para constatar cuánto amó Giordani su ciudad. En las Memorias de un cristiano ingenuo representa el ambiente de su ciudad con palabras que dejan transparentar la relación tan intensa y, en cierto sentido, casi parece que se justifica a sí mismo y sus elecciones fundamentales, refiriéndolas a la interioridad del carácter típicamente tiburtino: jocoso e indomable, valiente y coherente, algunos momentos agresivo, pero guiado por el amor a Dios y la sabiduría. Igino Giordani nace en una familia de origen humilde. Igino más de una vez dio testimonio de su veneración por ambos padres, por la dignidad con la que vivían sus jornadas, por la fe cristiana que marcaba las etapas fundamentales de su vida. En Tívoli Giordani creció humanamente e intelectualmente. Ciertamente no tuvo las oportunidades que un niño inteligente como él habría podido esperar tener: los estudios se los conquista. De hecho el padre lo encamina a hacer trabajos manuales, de albañilería. Mientras tanto, siendo todavía niño, queda fascinado por la liturgia y la celebración de la Misa, y, aunque es en latín, el pequeño Giordani se aprende de memoria algunas partes, y cuando está solo, o durante el trabajo, en lugar de silbar alguna melodía mundana, se pone a declamar de memoria frases de la Misa en latín. La providencia se sirve del Señor Facchini (el empresario para el que trabajaban los Giordani) quien comprende que Igino no está hecho para la espátula y el balde de cemento, sino para el estudio. El Señor Facchini decide financiarle los estudios a Igino en el Seminario, en Tívoli, porque en ese tiempo era la institución que mejor podía proveer a la formación intelectual y espiritual de un jovencito de trece años. Y allí estuvo hasta 1912, cuando habría tenido que pasar al Seminario de Anagni. Pero Igino elige su Tívoli y se inscribe en el liceo, donde se gradúa en 1914. Es probable que la pasión por la argumentación elegante e incisiva, por la declamación intelectual de la razones de la fe cristiana hayan quedado esculpidas en Giordani a partir de su experiencia a muy tierna edad, cuando desde el púlpito de la Iglesia de San Andrés de Tívoli, el Padre Mancini, que era jesuita, “tronaba desde el púlpito cautivando al auditorio”. Giordani describe al Padre Mancini como un hombre de una fe irresistible e invencible. Era un divulgador combativo del Evangelio; para Giordani era un auténtico modelo. Así, en esta primera formación podemos entrever ya algunas características de lo que será el carácter de Giordani, que lo llevará a afirmarse como polemista y defensor de la fe. Poco tiempo después de graduarse del liceo, también Italia entra en guerra. Igino se asoma a los acontecimientos de la vida pública italiana en el clima del debate controvertido de la guerra y la paz. Él es un pacifista convencido y decidido, en tiempos nada fáciles para quienes promueven ideas pacifistas. Es probable que a partir de la figura carismática del padre Mancini, de la sólida experiencia de fe madurada en el seminario, hasta la concepción plural de la política y de la ideología respirada en el liceo, haya llevado a Giordani – a pesar de que en esos años parecía haberse enfriado desde el punto de vista religioso- a no perder la dimensión del amor al prójimo, que lo llevó a rechazar todo tipo de comportamiento violento ante cualquier otro hombre. Lo dirá con una simplicidad luminosa, algunos años más tarde, al expresar su aversión hacia la guerra vivida en esos años: “Cuando en la primera guerra mundial vigilaba durante la noche la trinchera, siempre me torturaba pensar en el Quinto Mandamiento: no matar”. Tenía una formación a la paz que maduró en su Tívoli. En un escrito de Giordani de muchos años después, en el que se mezcla su devastadora experiencia de la guerra, con la fe y la esperanza que surgen del encuentro con la espiritualidad de la unidad: “El desprecio del hombre y su depreciación derivan del hecho que ya no se ve a Cristo en él; y entonces el amor es sustituido por el odio, la espiritualidad del príncipe de la muerte. De nada vale protestar: y tampoco sirven las armas, según lo que demuestra la historia grabada en nuestra piel. Contra el odio vale la caridad, contra el desprecio hacia la persona lo único que vale es considerarla otro Cristo; contra la eliminación, la deportación, el genocidio, sólo vale el amor, por lo tanto hay que amar al hermano cómo nos amamos a nosotros mismos, hasta la unidad, hasta ser uno con él sin importar cómo se llame”». Alberto Lo Presti Cfr. Igino Giordani, La divina aventura, Città Nuova, Roma, 1993, p. 141
Ser madres/padres de todos
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