Ya lo decía Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no entiende».
Hoy, cuatrocientos años más tarde, la neurociencia confirma la intuición del filósofo francés. Por ejemplo en lo que respecta a la formación de la propia identidad, son las convicciones profundas las que componen dicha identidad más que las razones en sí. Es decir, dichas convicciones no son razones, aunque puedan ser razonables, que percibimos y desarrollamos a partir de nuestro discurso lógico.
Dicho de otra forma, podemos creer que es verdadero incluso lo que está comprobado empíricamente como falso. ¿Por qué? Porque nuestra convicción sobre ese tema me lleva a encontrar argumentos para justificar lo que opino o para seguir arraigado en esa convicción profunda que marca un rasgo característico de mi identidad.
Este mecanismo de funcionamiento nos ha permitido, como especie humana, desarrollar la pertenencia a grupos, la cooperación, el sentido de pueblo, de nación, las religiones, etc.
Ahora bien, si en la esfera de la identidad nuestras convicciones más profundas no dependen de razonamientos tan objetivos, ni de ideas claras y fáciles de clasificar, entonces tendremos que estar más atentos a nuestras emociones.
Conviene recordar, por otra parte, que somos un organismo que integra físicamente la información que recibe siendo nuestro primer contacto con la realidad de tipo afectivo hasta que, a medida que se desarrolla el cerebro, llegamos a poseer una “afectividad inteligente”.
Algunos estudios de psicología evolutiva señalan que a los cuatro años los niños ya tienen un sentimiento de vinculación nacional. Con esa edad los niños ya prefieren su país frente a otros y su autoestima también se vincula al orgullo nacional. Normalmente –como recoge José Antonio Marina en su estudio sobre los sentimientos– la identidad nacional aparece acompañada del prejuicio en contra de las demás naciones. Con lo cual nos encontramos con un sentimiento más bien belicoso que arraiga en convicciones profundas y desarrolla fuertes sentimientos de pertenencia.
Por todo lo comentado hasta ahora me atrevo a proponer algunos puntos para desarrollar un diálogo basado en emociones positivas:
1- Buscar un punto positivo de la otra nación o cultura, escribirlo y repetirlo mentalmente.
2- Introducir, en mi vida cotidiana, algún elemento positivo o que me agrade de la otra nación: un plato típico, una canción, un símbolo, etc. y conectar sentimentalmente cuando coma ese plato, escuche esa canción, vea ese símbolo.
3- Preocuparme por conocer la historia y las costumbres de la otra cultura, animarme a romper ciertos prejuicios y dejar siempre un margen de espacio a la duda, no ser taxativo o rígido en mis juicios de valor.
4- Romper los “círculos viciosos”, cuando en un grupo de amigos, familiares, etc. se comienzan a criticar o a subrayar sólo los aspectos negativos de la otra cultura o nación: animarse y sugerir o decir algo positivo también.
5- No olvidarnos nunca de nuestra base común: todos somos seres humanos, por ende banderas, himnos e idiomas no nos hacen tan diferentes como pensamos. El reto consiste en no distanciarme de “los otros” porque esos “otros” forman también un “nosotros”.
Finalmente, querría señalar un paso importante que se acaba de dar a nivel de líderes religiosos, con un llamado a construir una «cultura del diálogo, de la tolerancia y del respeto recíproco». Un documento que puede inspirar a muchos para seguir construyendo relaciones auténticas y siempre más humanas: Fraternidad Humana: por la paz mundial y la convivencia común.
Fuente: Ciutat Nova