Nuestra hija se había mudado de casa a otra ciudad después de graduarse en la universidad y sólo unos meses después, un día entre semana, recibimos una llamada suya. Lloraba tanto que tardamos en entender nada. Nos vino a la cabeza lo peor: drogas, un problema de salud, un accidente grave.
Así que cuando por fin nos dimos cuenta de que nos decía que estaba embarazada, fue casi un alivio. Estaba bien y, aunque no esperábamos esta noticia, pudimos aceptarla. Como no estaba casada, sabíamos que el camino iba a ser difícil. Tantas preguntas. ¿Quién era el padre? ¿Cómo podía permitirse criar a un niño? ¿Sería difícil este embarazo? Tantas preguntas bullían en nuestro interior y, sin embargo, casi al instante, quisimos que supiera que estábamos ahí y que la apoyaríamos. Creíamos en el amor de Dios y queríamos que ella experimentara Su amor a través de nosotros.
Inmediatamente fui a estar con ella. Fue un momento que fortaleció el vínculo de amor entre nosotros. Aprovechamos la ocasión para conocer y dar la bienvenida a su padre y a su familia. Nos alegró comprobar que también nos apoyaban y estaban dispuestos a estar ahí para nuestra hija.
Con el paso del tiempo, empezaron a surgir emociones encontradas. Nos preguntábamos si habríamos fracasado a la hora de transmitir nuestros valores a nuestros hijos y qué podríamos haber hecho de forma diferente en su educación. Nunca nos sentamos con ellos para hablar de los temas difíciles, sino que preferimos ir abordándolos poco a poco a medida que surgían.
Nuestros hijos conocían los valores de nuestra fe, pero a veces expresaban que tenían puntos de vista diferentes. Comentando diversas situaciones, llegamos a ver cómo ellos también desarrollaban sus propios valores rectores.
A veces estábamos de acuerdo en una determinada perspectiva, pero otras decían cosas como «bueno, si es así como piensas». Al principio, mi marido y yo intentábamos darles ejemplos para que cambiaran de opinión, pero ellos siempre volvían con ejemplos más negativos.
Así que, aunque siempre nos pareció importante dejar claros los valores que defendíamos, también aprendimos con el tiempo que teníamos que acoger sus opiniones, escucharlas y acompañarles en el descubrimiento de sus caminos.
Con nuestra hija y su nueva situación, una gran alegría para nosotros fue que nunca hubo ninguna duda por su parte sobre quedarse con el niño. Eso siempre fue seguro. En cuanto al embarazo, sabíamos que no podíamos cambiar el pasado y que no ganábamos nada dándole vueltas a por qué había sucedido. Esta situación simplemente había que abrazarla y amarla como sentíamos que Jesús habría amado en esta circunstancia, y teníamos que seguir adelante intentando poner amor en cada momento.
Nuestra hija y su novio han elegido su propio camino en la vida, así que simplemente intentamos estar disponibles si necesitan algo. Ahora tienen su propia casa. Nos gustaría una relación más comprometida
a través del matrimonio, pero queremos que sea porque ellos sienten que es algo que quieren y no tienen por qué hacerlo.
Así que se los confiamos a Dios y seguimos rezando por ellos, creyendo en el amor que Dios les tiene.
(A. y M.)