La familia como verdadera comunidad – la primera célula de la sociedad

 
La familia - signo, símbolo y modelo de cualquier otro propósito de Dios - es el espejo de la vida misma de Dios, la vida de la Santísima Trinidad.

Queridísimos participantes del Congreso de Familias Nuevas, un saludo cordial y mi más cálida bienvenida.

Ya que no puedo estar personalmente con ustedes, deseo estar presente con un breve mensaje que abra los trabajos de este congreso que tratará el tema: La familia y la espiritualidad de la unidad.

Es un tema muy importante y de gran actualidad. Existe sed de espiritualidad y de sagrado en nuestra sociedad; una sed a la cual el ser humano, a menudo, encuentra respuestas inadecuadas o perjudiciales. Por otro lado, la crisis de la institución familiar, que se vive desde hace décadas, se ve afectada y agravada ahora por factores perturbadores que destruyen, desde la raíz, la misma idea de familia; por ejemplo, las experimentaciones salvajes de ingeniería genética, el reconocimiento de todo tipo de  convivencia, etc. Aumentan los huérfanos de padres vivos, los hijos con demasiados padres.

Una sensación de desorientación se difunde cada vez más, junto con una profunda preocupación por las perspectivas futuras. Nos preguntamos, entonces: Pero, ¿qué le sucede a la familia? ¿Dónde detendrá su caída? Además, una duda surge en muchos: ¿Pero la familia existe o es sólo una forma de convivencia ligada a un determinado modelo social? ¿Es una invención del hombre o está escrito en su ADN? Y, principalmente, ¿dónde puede encontrar el proyecto para volver a ser ella misma? ¿Quién nos dará una respuesta al respecto?

Cuando le pidieron a Jesús que hablara del matrimonio, de inmediato se refirió a lo que era “en el principio”. Él mismo citó las palabras escritas en los primeros capítulos del Génesis que narran la creación, queriendo indicar dónde encontraríamos la verdad sobre el hombre, sobre la mujer, sobre su relación de comunión.

También en estos días de congreso, por lo tanto, es preciso volver al “principio” para encontrar las respuestas que esperamos.

“Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios; los creó varón y mujer” (Gn 1, 27). Cuando Dios creó al género humano, plasmó una familia, o sea, a un hombre y a una mujer llamados a la comunión, “a imagen” del misterio de amor de su propio ser; llamados a la fecundidad y a usar toda la creación, “a semejanza” de la inagotable paternidad de Dios.

“A la luz del Nuevo Testamento es posible vislumbrar en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida, el modelo originario de la familia”[1].

Esto es lo que piensa Juan Pablo II y que expresó de una manera admirable en su Carta a las familias: “Aquel “Nosotros” divino constituye el modelo eterno del “nosotros” humano, de aquel “nosotros”, sobre todo, formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina”[2].

La familia, por tanto, signo, símbolo y modelo de cualquier otro designio de Dios, refleja Su vida, la vida de la Santísima Trinidad: el Espíritu que une al Padre y al Hijo en una relación de amor, une en el sacramento a los esposos en una renovada participación en el amor trinitario.

El modelo de la familia, por lo tanto, existe; está inscrito en nuestro mismo ser personas: es un modelo comunitario.

El proyecto de vida para la familia existe, es el amor que une el “Nosotros” divino, el mismo que el Verbo trajo a la tierra: un proyecto comunitario.

Es un modelo, en cierta forma, inalcanzable. Pero Dios no puede habernos creado para cosas imposibles. También ha trazado, a lo largo de los siglos, los caminos más adecuados a la sensibilidad de las personas y a los signos de los tiempos, para llegar a la plena realización de su designio.

En estos días se hablará justamente, de nuestra “espiritualidad comunitaria”, o “espiritualidad de la unidad”, aplicada a la vida de familia.

Mi convicción, respaldada también por los testimonios de muchas familias de diferentes culturas, es que es tan adecuada para la familia, que podría parecer, en cierta forma, “la espiritualidad típica” para quien está llamado al matrimonio. ¿Por qué? Porque no se puede vivir individualmente, sino comunitariamente, por varias personas juntas.

Menciono solamente algunos de sus puntos, no sólo para destacar la consonancia con los muchos anhelos de los hombres y de las mujeres de hoy, sino también para mostrar que, siguiéndola, es posible conformar nuestra convivencia a la ley del cielo.

En primer lugar, presupone una opción personal de Dios, un “si” que fundamente y construya la persona como respuesta al proyecto particular desde siempre pensado para ella por el Amor; un proyecto que se desarrolla en la vivencia diaria de las Palabras de Jesús.

La gracia del sacramento del matrimonio ayuda a la realización del mandamiento del amor recíproco que, si es vivido con radicalidad evangélica, atrae la presencia de Jesús entre los esposos, garantía de un amor siempre nuevo y abierto al tejido social que lo rodea.

Toda la vida de la familia está hecha de amor, en sus varias expresiones y matices, y es un juego constante de distinción y de unidad, donde cada uno con facilidad se pierde a sí mismo para amar al otro, y para construir así la familia como verdadera comunidad, primera célula de la sociedad.

Es un amor, por lo tanto, que si es iluminado por la fe, reconoce su fuente en el saber morir por el otro, como supo hacer el Hijo de Dios por nosotros. Pero sus secretos son profundos y también de estos se hablará en estos días.

Pienso que los esposos y las familias pueden saciar con esta espiritualidad su sed de autenticidad, de comunión continua y sin reservas, de valores trascendentes, duraderos, siempre nuevos. Porque es Dios mismo, en el misterio de su vida trinitaria, que pasa y llama a la puerta de sus casas, para encender un fuego, para compartir su vida con ellos.

Deseo que todos (dado que todos vivimos en una familia) acepten esta invitación. Entonces veremos realmente sanado y revitalizado el mundo de la familia, y por medio de ella, la sociedad y la humanidad. Aun en medio de las contradicciones y de las pruebas de cada día, podremos vivir realmente, como dice el título del congreso, entre la tierra y el cielo.

[1] Carta a las familias 1, 6.

[2] Ibídem.

(Fuente: CHIARA LUBICH: ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO – Castel Gandolfo, 29 de mayo de 1998 – Mensaje para el Congreso de Familias Nuevas)

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