Contaba Natalia Dallapiccola, la primera chica del núcleo inicial que siguió a Chiara Lubich en la aventura del focolar: «Una noche alrededor de una mesa, la única superviviente de varios muebles, a la luz de la vela, porque por los apagones no se podía usar la luz eléctrica, Chiara leyó en el Evangelio: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado. De esto reconocerán que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros”.

Estas palabras –prosiguió Natalia- cayeron como gasolina sobre el fuego. Nosotros queríamos saber cuál era el deseo más profundo de Jesús, una palabra que nos dijera enseguida lo que Él quería de nosotros. Y he aquí la palabra síntesis, el eureka de nuestra búsqueda».

Y concluía: «Entonces, antes de ir a la escuela, antes del trabajo en la oficina, antes de comprar algo, incluso antes de ir a los pobres, antes de rezar, es necesario que tengamos entre nosotros el mismo amor de Jesús –nos dijimos- porque esto es lo que Él quiere. Cuando salimos de allí sentíamos que la vida había cambiado, tenía un sabor diferente, había encontrado su verdadero sentido».

 

La vida de oración, personal, es la linfa vital para cualquiera que se adhiere a la “espiritualidad de la unidad”. La relación con Dios es el fundamento de toda acción. Pero esta vida de oración es también una experiencia profundamente comunitaria: desde los cantos que se entonaban en las vacaciones frecuentes en las montañas trentinas de los años Cincuenta, hasta los musicales actualísimos de los conjuntos Gen Verde y Gen Rosso, desde la participación en la liturgia hasta las oraciones de la noche en las comunidades esparcidas en el mundo, en todas sus acciones los focolarinos viven la “espiritualidad de comunión”. Esta comunión no se limita a una oración interior, sino que se refleja en la vida personal y social. Nace, por ejemplo, una medida elevada de justicia, una necesidad de legalidad absoluta, como trata testimoniar a través de distintas iniciativas, “Comunión y Derecho” .

Escribe Chiara Lubich: «Nosotros tenemos una vida interior y una vida externa. Una florece de la otra; una es raíz de la otra; una de la otra es copa del árbol de nuestra vida.

«La vida interior se alimenta de la vida externa. En la medida en que penetro en el alma del hermano, penetro en Dios dentro de mí; en la medida en que penetro en Dios dentro de mí, penetro en el hermano.

«Dios-yo-el hermano: es todo un mundo, es todo un reino…»

Y todavía: «Cuanto más crece el amor por los hermanos, más aumenta el amor por Dios».

 

Hechos de vida

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(Hechos de los Apóstoles, 4,33)

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