Abogado de renombre y político de Turín, en la primera mitad del ‘900, Vittorio Sabbione nunca habría imaginado tener como destino la Argentina. Sin embargo ha sido a este país, como a muchos otros de Hinspanoamérica a los que termina dedicando su vida, para sostener el crecimiento y desarrollo el Movimiento de los Focolares en estas tierras, con alma de pionero y corazón de padre.
Nacido en Turín en 1922, en un ambiente familiar y estudiantil que favoreció un notable crecimiento espiritual e intelectual desde su niñez, sintió desde la adolescencia el atractivo de una entrega plena a Dios y a los hermanos en el compromiso social y político de su tiempo. Activo en la Acción Católica y luego en la resistencia al fascismo en los grupos partisanos, padeció la cárcel y, tras la liberación, se volcó a la reconstrucción de la sociedad italiana a través de su participación en la naciente Democracia Cristiana, donde llegó a ser secretario del partido en su jurisdicción. Recibido de abogado a los 24 años con el máximo puntaje, tuvo que hacerse cargo del prestigioso bufete que venía de tradición familiar, tras la muerte de su hermano Pablo en un campo de concentración, y luego la de su padre. Encaminado tanto en la acción política, como en el ejercicio de la justicia, cuando comenzaba a desalentarse por no encontrar respuesta, ni siquiera en esos ámbitos, a su sed de transformación social, trabó relación con Edvige Cinatto, una joven con sus mismas inquietudes y altos ideales, que le devolvieron la esperanza y con quien al tiempo contrajo matrimonio. El propósito de ambos era “consagrar sus vidas y su unión al servicio de la humanidad”.
Una etapa extraordinaria que, sin embargo, duró sólo algunos meses, debido a que en ella se declaró una enfermedad incurable en aquel tiempo. La vida de Victorio entró entonces “como en un túnel oscuro”, acompañando, en una impotencia cargada de interrogantes, el declinar de la joven esposa hasta su muerte, en 1947. Luego, dos años en los que ocultó su dolor tras la aparente fortaleza de la lucha política, y la actividad profesional, en las que descollaba por su talento y autenticidad, aunque por dentro no atinaba a encontrarle sentido a su vida y la fe se mantenía a duras penas. Fue en esas circunstancias que, en 1949, providencialmente alguien fue a visitarlo al trabajo acompañado de Ginetta Calliari que, según palabras del mismo Victorio, con el testimonio de Chiara Lubich y sus primeras compañeras en Trento lo “arrancó a otra dimensión, en la que todo el Evangelio cobraba vida”. Al mismo tiempo, el descubrimiento de que “en el presente siempre podemos amar”, abrió brecha en la coraza que se había construido y le dio la posibilidad de probar, como nunca antes “una la presencia de Dios que lo invadía por entero”. De allí en más su vida no tuvo otra meta que el Ideal de la unidad. Conoció a Chiara en Roma, luego a la comunidad en Trento, y también el primer focolar masculino con Marco Tecilla y Aldo Stedile. El Ideal penetró en su trabajo, su actividad política, al igual que en su entorno hasta que en su propia casa se inició el primer focolar de Turín.
A pesar de considerarse siempre inadecuado para la vida de unidad, su tenacidad en “recomenzar” siempre de nuevo lo ayudaron a despojarse no sólo de sus flaquezas humanas sino también de sus riquezas culturales y también materiales, que eran muchas, hasta caracterizarse por ser un “auténtico niño evangélico”. Consolidada la comunidad en Turín, Chiara lo quiso tener a su lado en Roma, donde se ocupó del nacimiento de Città Nuova, fue por momentos referente de la “Orden” y luego también de la sección de los focolarinos, hasta que, “algo que no habría imaginado”, poco después que Lía Brunet partió también él para la Argentina a abrir el primer focolar masculino en Hispanoamérica.
Su presencia en la Argentina ha marcado todos los aspectos del desarrollo de la Obra en esta zona, desde la fundación de los focolares, al surgimiento de la ciudadela Mariápolis en sus comienzos en Uruguay y su continuación en O’Higgins, la aparición de la revista Ciudad Nueva y de la Editorial, la Escuela de Estudios Sociales (EDES), las distintas vocaciones y Movimientos que lo tuvieron como una guía extraordinaria, y finalmente el surgimiento de las “inundaciones”. Pero, más allá de todo esto, su obra por excelencia ha sido su amor personalizado a cada uno, con una generosidad sin límites, que se caracterizaba por estar despojada de intereses institucionales, lo que le ha valido de todos el aprecio que se le tiene a un padre.
Cuando en los últimos años se vio en la necesidad, sobre todo por el desgaste paulatino de memoria, de ir delegando sus responsabilidades, la caridad pareció ir creciendo y refinándose en proporción al decaimiento de la salud. Un período donde su total entrega en manos de Dios y de sus hermanos, que lo acompañaron en una experiencia extraordinaria de espiritualidad colectiva, fue un verdadero canto al amor recíproco. Desde el 11 de noviembre de 2008 su lápida en el cementerio de la Mariápolis Lía nos recuerda su Palabra de vida: “Como niños recién nacidos, beban la leche pura y espiritual…”.