La Fazenda es una asociación reconocida por la Iglesia católica, llamada Familia de la Esperanza. Si bien trabaja en diversos campos sociales, el principal es la recuperación de jóvenes químico-dependientes.
Todo nace, como dicen ellos, en “una esquina”. Corría 1983, en la ciudad de Guaratinguetá, interior de San Pablo, Brasil. Nelson Giovanelli viendo repetidamente a un grupo de jóvenes de su edad que consumen y venden drogas cerca de su casa, toma coraje y se aproxima a ellos. Quien lo impulsa a dar este primer paso es fray Hans Stapel, su párroco, con el que intenta vivir concretamente la Palabra de Vida. En esos días buscan poner en práctica la frase “Me hice débil con los débiles…” (1 Cor 9,22). Atraídos por el amor de Nelson nace la idea de ir a vivir juntos para ayudarse a un cambio de vida, formándose así lo que será la primera Fazenda. Más adelante nace otra en el mismo Brasil, y también en Alemania; posteriormente se expande en diversas partes del mundo. A la Argentina llega en febrero del 2006 a Dean Funes, provincia de Córdoba, para extenderse luego rápidamente a otras ciudades, hasta llegar a seis masculinas y una femenina en la actualidad.
El sueño de contar con una Fazenda propia en la provincia de Salta se viene alimentando en la Iglesia local desde hace ya algunos años, buscando responder al dolor de tantas familias castigadas por el flagelo de la drogadicción. Finalmente se concreta. El 6 de diciembre del 2014 se inaugura este espacio único, al servicio de aquellos que necesitan de forma imperiosa “reencontrarse”, luego de haber transitado caminos de desacierto, de abandono y humillación, tocando el límite de lo posible. Gracias a la Providencia se encuentra el lugar para establecerse, en Potrero de Linares, a 20 Km al sur de la capital provincial, entre cerros llenos de encantado con una naturaleza prodigiosa.
Presentes Fray Hans y Nelson, venidos desde Brasil para la ocasión, y con la presencia de Monseñor Mario Cargnielo se da inicio a esta nueva sede.
En esos días previos “casualmente” nos encontramos en la Catedral, durante la Misa, con los que serían los encargados de acompañar a los que recién inician el camino. Comparten con todos, después de la lectura del evangelio, su experiencia. Nos sorprende a la salida de Misa cuando nos acercamos a saludarlos el hecho de que nos sintiéramos tan hermanos. “Hay que decirlo -nos manifiestan- que nosotros nacimos de dos carismas: de los Franciscanos y del Movimiento de los Focolares”.
Desde el primer momento comenzamos a visitarlos, primero tímidamente, luego con más asiduidad. Los varones del Movimiento hacen “la punta”, acompañando los primeros pasos. La presencia, la escucha, no son poca cosa para ellos; aislados de la familia los primeros meses, pasamos a ser en esos momentos “su familia”, como nos dicen, y ¡no es sólo una modo de decir!
El 31 de enero nuevamente allí. Esta vez en peregrinación con la Cruz de San Damián. Bendecida por nuestro Papa Francisco en la Jornada Mundial de los Jóvenes en Río de Janeiro (Brasil) en julio del 2014, es enviada por él a recorrer toda Argentina para llevar “el bien” a los más necesitados. (Diazepam) Somos un grupo de 18 personas, entre los jóvenes del movimiento y los de la Pastoral Juvenil de Salta (que vamos en representación de todos los grupos juveniles).
Hubo que “cruzar a la otra orilla” literalmente para poder llegar… como decía el Evangelio de ese día en la Misa que tuvimos luego. Varios ramales de ríos crecidos no fueron un impedimento para acercar la cruz. Del otro lado nos esperaban con los brazos abiertos y con sus ojos expectantes. Caminamos algunos metros todavía, repartiéndonos la cruz entre todos como señal de lo que luego constatamos: “juntos es posible” seguir adelante con ella.
Al cruzar la tranquera y acercarte a la casa todo es familia, que se desarma en atenciones para hacerte sentir a gusto y “parte de”. Tres palabras escritas en trozos de madera que cuelgan a la vista de todos te hacen intuir algo de lo mucho que aquí se intenta vivir: Espiritualidad – Convivencia – Trabajo.
En un quincho abierto al centro del parque nos concentramos alrededor de la Cruz. Es un momento de oración, denso por la presencia palpable de un Dios que se hace cercano a cada uno. Y rápidamente pasamos a compartir nuestras vivencias. Llama la atención que no sobresale el resentimiento, si bien sus historias están pobladas de llagas profundas, se presentan desde el Amor de Dios, que les da el verdadero significado. Ellos no escatiman abrirnos su alma, cuánta decisión y fuerza transmiten sus palabras, sus nuevas experiencias de vida cotidiana de la Palabra, que parecen contrarrestar lo sufrido previamente. “Entrega generosa” de sus vidas y deseo de coherencia es lo que te transmiten con todo su ser. Nos piden que les estemos cerca, ya que “es muy duro ser constantes, hay que lucharla a cada momento para no abandonar”, como dice uno de ellos. Se proponen vivir cada día una frase del Evangelio, que ilumina su jornada, en la que alternan trabajo de huerta y producción de alimentos, momentos de oración y adoración, y otros de puesta en común de sus experiencias; como así también la Misa.
En pocas horas nos encontramos hermanados por el dolor compartido: en la escucha, en los gestos y palabras, en la Eucaristía vivida juntos, en el beso y abrazo de la cruz que siguen. Un momento particularmente fuerte es cuando le confiamos a Dios el presente que cada uno de ellos está viviendo, llamándolos por su nombre. El recogimiento: señal de la búsqueda interior de un “Dios que salva”. Si tuviéramos que resumir lo vivido en esas horas que parecen una eternidad diríamos: “¡Una gracia para todos los presentes!”. Gracia que lleva el nombre de la “Esperanza” con la que partimos de allí, esperanza que es compromiso renovado en el seguir junto a ellos el “camino”, como llaman el recorrido que transitan buscando sanar . Como nos decía uno al partir poniendo en las manos de Andrea su bello rosario, “por favor, cada vez que lo reces hacelo por mí”.
(Con la colaboración de Emilce Torres)