Es un camino de diálogo y acogida arraigado en el Evangelio el que compartió el Papa Francisco con el Movimiento de los Focolares. Lo cuenta María Voce Emmaus, que fue presidenta del Movimiento durante los primeros ocho años de su pontificado.
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Como “distribuidor de tareas”, en diez años había logrado, en colaboración con nuestro párroco, formar el consejo pastoral parroquial y el grupo de sacristanes. A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta de que mi papel se estaba redimensionando. Muchas personas, antes menos activas, se han ofrecido a asumir diversos roles y yo he decidido hacerme a un lado para darles espacio. Al principio acepté con calma mi papel más marginal. Pero más tarde, al sentirme excluida, comprendí lo fácil que es apegarse a los propios roles, pero también lo importante que es saber soltar. A veces, el Señor nos invita a dar un paso atrás para prepararnos para algo nuevo. No es fácil, porque implica aceptar el cambio y confiar. Hoy, aunque me siento un poco al margen, sigo disponible para dar mi contribución si me lo piden. Estoy convencida de que cada servicio, incluso el más pequeño, tiene un valor y que cada etapa de la vida es una oportunidad para crecer en la fe y en el amor a los demás.
(Luciana – Italia)
Dios me ve
A veces, cuando vivía en Bruselas, me tocaba ir a misa a la iglesia del Colegio de San Miguel. Para llegar allí, había que recorrer largos pasillos con una interminable serie de aulas a ambos lados. Sobre la puerta de cada uno, había un cartel que decía: Dios te ve. Era una advertencia a los muchachos que reflejaba un pensamiento del pasado, expresado en negativo: “No cometan pecados porque, aunque los hombres no te vean, Dios los ve”. En cambio, para mí, quizás porque nací en otra época o porque creo en su amor, resonaba de manera positiva: “No tengo que hacer el bien delante de los hombres para que me vean, para escuchar decir que bueno eres, o que me den las gracias, sino para vivir en la presencia de Dios”. En el Evangelio de Mateo 23, 1-12, Jesús, dirigiéndose a los escribas y fariseos que aman ostentar, los invita a no dejarse llamar “maestros”, sino a tener una sola preocupación: actuar bajo la mirada de Dios que lee los corazones. Ahora bien, esto es lo que me gusta: Dios me ve, como dicen los carteles en el colegio; Dios lee los corazones y eso debería ser suficiente para mí.
(G.F.- Bélgica)
Dar el primer paso
Debido a un problema de herencia, el silencio se había impuesto entre mi madre y su hermana. Hacía mucho tiempo que no se veían y la brecha que había surgido solo seguía ensanchándose, sobre todo porque vivíamos en la ciudad y mi tía en un pueblo de montaña bastante lejano. Así continuó hasta el día en que tomé valor, provocada por la Palabra de Jesús: «Por tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y luego vuelve y presenta tu ofrenda». Buscando el momento oportuno, abordé el tema con mi madre y logré convencerla de que me acompañara a casa de mi tía. Estuvimos bastante silenciosas durante el viaje. Yo no hacía más que rezar para que todo saliera bien. En realidad, las cosas sucedieron de la manera más sencilla: tomada por sorpresa, la tía nos recibió con los brazos abiertos. Pero, era necesario que diéramos el primer paso.
(A.G. – Italia)
Maria Grazia Berretta
(tomado de Il Vangelo del Giorno, Città Nuova, año X – n.1 marzo-abril 2025)
Un Papa que soñó y que nos hizo soñar… ¿soñar qué? Él mismo lo dijo una vez: que «la Iglesia es el Evangelio». No en el sentido de que el Evangelio sea propiedad exclusiva de la Iglesia; sino en el sentido de que Jesús de Nazaret, aquél que fue crucificado fuera del campamento como si fuera un maldito, en cambio Dios Abba lo resucitó de entre los muertos. Y como Hijo primogénito entre muchos hermanos y hermanas, continúa –aquí y ahora– a través de aquellos que se reconocen en su nombre, llevando la buena noticia del Reino de Dios, que ha llegado y está llegando… para todos; empezando por los «últimos», a los que el Evangelio alcanza y, por ello, son a los ojos de Dios: los «primeros». En verdad y no por un modo de decir. Este es el Evangelio que la Iglesia anuncia y contribuye a hacer la historia, en la medida en que se deja transformar por el Evangelio. Como sucedió, desde el principio, con Pedro y Juan cuando, subiendo al templo, se encontraron en la puerta llamada «Hermosa» con el hombre lisiado de nacimiento. Juntos fijaron su mirada en él, que a su vez los miró a los ojos. Y Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!».
El Evangelio de Jesús y la misión de la Iglesia. Entregarse para levantarse y caminar. Así nos piensa el Padre, así nos quiere y nos acompaña. Jorge Maria Bergoglio ¬con toda la fuerza y la fragilidad de su humanidad, que nos hizo sentirlo hermano– entregó por esto su vida y su servicio como Obispo de Roma. Desde aquella primera aparición en la logia central de San Pedro, cuando se inclinó pidiendo que el Pueblo de Dios invocara una bendición para él, hasta la última, el Domingo de Pascua, cuando con voz débil impartió la bendición de Cristo resucitado, descendiendo luego a la plaza para cruzar su mirada con la de la gente. Su sueño era el de una Iglesia “pobre y de los pobres”. En el espíritu del Vaticano II, que llamó a la Iglesia a volver a su único modelo, Jesús: que “se despojó de sí mismo, haciéndose siervo”.
El nombre que eligió: Francisco, ya dice el alma de lo que quiso hacer, y ante todo ser: un testigo del Evangelio «sine glossa», es decir, sin excusas ni acomodaciones. Porque el Evangelio no es un adorno, ni un parche, ni un analgésico: es anuncio de la verdad y la vida, de alegría, de justicia, de paz y de fraternidad. He aquí el programa de reforma de la Iglesia en Evangelii gaudium, y he aquí los manifiestos de un nuevo humanismo planetario en Laudato sí y Fratelli tutti. He aquí el Jubileo de la misericordia y he aquí el Jubileo de la esperanza. He aquí el documento sobre la fraternidad universal firmado en Abu Dhabi con el gran Imán de Al Ahzar, y he aquí las innumerables ocasiones de encuentro vividas con miembros de diferentes credos y convicciones. He aquí la incansable labor en defensa de los descartados, de los emigrantes, de las víctimas de abusos. He aquí el rechazo categórico de la guerra.
Francisco tenía muy claro que no basta hacer que el Evangelio vuelva a hablar con toda su carga subversiva, en el complejo e incluso contradictorio areópago de nuestro tiempo. Hace falta algo más: porque no solo nos encontramos en una época de cambios, sino que estamos en medio de un cambio de época. Hay que observar con una mirada nueva. Aquella con la que Jesús nos miró y nos mira, desde el Padre. La mirada que, con acentos tiernos y sentidos, describe en su testamento espiritual y teológico, la encíclica Dilexit nos. Es la mirada –sencilla y radical– de amar al prójimo como a sí mismo y de amarse los unos a los otros en una reciprocidad libre, gratuita, hospitalaria, abierta a todos, todos, todos. El proceso sinodal en el que la Iglesia católica ha sido convocada –y, por su parte, todas las demás Iglesias–, muestra el camino a recorrer en este nuestro tercer milenio: más allá de una figura de Iglesia clerical, jerárquica, al masculino… Un camino nuevo porque antiguo como el Evangelio. Un camino nada fácil, costoso y lleno de obstáculos. Pero una gran profecía, confiada a nuestra creativa y tenaz responsabilidad.
¡Gracias Francisco! Tu cuerpo descansará ahora junto a Ella que, como madre, te acompañó paso a paso, en tu santo viaje. Tú, con Ella, desde el seno de Dios, acompáñanos ahora a todos nosotros, en el camino que nos espera.
Con profunda conmoción escribo estas líneas sobre el Papa Francisco después de su “vuelo” hacia el Padre. Vuelven a mi mente, solícitos y llenos de significado, los numerosos momentos en los que pude estrechar su mano y sentir la calidez de su sonrisa, la ternura de su mirada, la fuerza de sus palabras, el latido de su corazón predispuesto a una acogida paternal. Y me cuesta creer que estos encuentros ya no tendrán un «mañana» o un «de nuevo» en mi historia.
No pretendo hacer un resumen temático del pontificado de Francisco. Para ello, bastará con revisar los numerosos artículos que se han publicado en estos días, sobre todo, el número especial de L’Osservatore Romano –apenas unas horas después de su muerte– y las evaluaciones más o menos exhaustivas que seguramente se publicarán en breve.
Lo que me mueve interiormente es encontrar ese hilo de oro que teje su misión al frente de la Iglesia, tratar de sintonizarme con el centro de su corazón y de su alma. Y, desde ahí, revivir la relación que mantuvo con la Obra de María a lo largo de estos doce años.
Para hacerlo, he meditado profundamente en sus últimos discursos, porque siento que es ahí donde el Papa Francisco dio lo mejor de sí mismo y donde está la clave de todo su pensamiento y de todas sus acciones.
En el texto que preparó para la Misa de Pascua, hay una cita del gran teólogo Henri de Lubac –francés y jesuita también él– que no puede ser simplemente retórica: «debe bastarnos con comprender esto: el cristianismo es Cristo. No es, en verdad, otra cosa».
Me parece que, si queremos comprender a Francisco, tenemos que referirnos a este absoluto: Cristo, y solo Cristo, todo Cristo. A partir de ahí podemos visualizar el contenido profundo de sus encíclicas y exhortaciones apostólicas, la elección de sus viajes, sus opciones preferenciales, el sentido de las reformas que emprendió, sus gestos, sus palabras, sus homilías, sus encuentros, y sobre todo su amor por los excluidos, los descartados, las mujeres, los ancianos, los niños y la creación.
«No es, en verdad, otra cosa». Por eso se puede decir –utilizando una redundancia– que el catolicismo del Papa Francisco es simplemente un «catolicismo cristiano». El impulso de novedad que ha querido dar a la Iglesia, se apoya en esta orientación: la transparencia de Cristo. En virtud de ello, en muchas ocasiones fue mucho más allá de lo políticamente correcto, o mejor dicho, de lo eclesialmente correcto, sin miedo a ser malinterpretado, y sin miedo a equivocarse, incluso consciente de sus propias “contradicciones”. De hecho, en una entrevista concedida a un periódico español, dijo que deseaba a su sucesor que no cometiera sus mismos errores.
A causa de esta centralidad cristológica, podemos reconocer que hemos vivido –casi sin darnos cuenta– con un Papa profundamente místico. De hecho, así es como el Papa Francisco pensó y vivió la Iglesia: no como organización religiosa, ni como distribuidora de sacramentos; mucho menos como centro de poder económico, social o político, sino como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, que brinda hospitalidad a la humanidad en Su humanidad. La Iglesia, por tanto, abierta a la humanidad, al servicio, porque Jesús es «el corazón del mundo».
A Francisco, reducirlo a un reformador social o a un Papa de ruptura demuestra una tremenda ceguera. A menudo me he fijado en su rostro cuando intercalaba comentarios en sus mensajes, por ejemplo, en el Ángelus dominical. Allí, con la sencillez de un pastor que ama apasionadamente a su rebaño, aparecía su sintonía con lo divino, su sabiduría, su fe cristalina e inmediata, su profunda humildad.
De la centralidad de Cristo derivan, en mi humilde opinión, los dos pilares fundamentales de su magisterio: la misericordia y la esperanza. La misericordia es la expresión de sabernos, como creyentes, enraizados en la historia, personal y colectiva, con todos sus dramas. La esperanza manifiesta la tensión escatológica y salvífica que la determina. Según el pensamiento del Papa, hay misericordia porque hay esperanza; y es la esperanza la que nos da un corazón misericordioso. De hecho, en su homilía preparada para la Vigilia Pascual de este año, Francisco afirma que «Cristo resucitado es el punto de inflexión definitivo de la historia humana». Los importantes mensajes sociales y ecológicos del Papa Francisco se malinterpretan si no se tiene en cuenta esta tensión escatológica centrada en el Resucitado.
La relación de Francisco con el Movimiento de los Focolares ha sido intensa durante los doce años de su pontificado. Le dirigió diez discursos oficiales: a los participantes en las Asambleas de 2014 y 2021; a todos los miembros con motivo del 80º aniversario del nacimiento del Movimiento; a la comunidad académica del Instituto Universitario Sophia…; a las familias-focolar; a los participantes en el encuentro de obispos de diferentes Iglesias; a los participantes en el encuentro sobre la «economía de comunión»; a los participantes en el congreso interreligioso “One Human Family”; a los ciudadanos de la ciudadela de Loppiano; a la Mariápolis de Roma-Aldea por la Tierra. Además, en una ocasión, concedió una audiencia privada a Maria Voce –primera presidenta de la Obra de María después de Chiara– y a mí.
Lo que emerge de estos encuentros es un gran amor y una conmovedora sensibilidad pastoral del Papa Francisco hacia el Movimiento. En la virtuosa circularidad eclesial entre dones jerárquicos y carismáticos, podemos afirmar, por un lado, que el Papa supo captar, apreciar y poner de relieve que el carisma de la unidad –con su énfasis en la espiritualidad de comunión y sus realizaciones concretas en ámbitos eclesiales y civiles muy diversos–, representa un don para el proceso sinodal que toda la Iglesia está viviendo en vistas a una nueva evangelización. Por otro lado, identificó con extrema lucidez los retos y los pasos que el Movimento debe dar necesariamente si quiere permanecer fiel al carisma originario, sabiendo atravesar con humildad la inevitable crisis de la posfundación, transformándola en un tiempo de gracia y de nuevas oportunidades.
El papa Francisco fue para el mundo, un mensaje de fraternidad en todo sentido, radicado en Cristo y abierto a todos. La fraternidad es el único futuro posible. Nosotros, pueblo de la unidad, debemos atesorar esta herencia con humildad, energía y responsabilidad.