Una corriente de reciprocidad

 
Compartir el dolor con los demás abre caminos de fe y esperanza.

Un vecino nuevo enviudó. Nadie sabía que su esposa había estado internada durante trece días. Cuando me avisaron, propuse escribir una nota, firmada por todo los vecinos, expresando nuestro dolor y el ofrecimiento de que nos sintiera una familia en las necesidades concretas. Al recoger las firmas, cada uno se lamentaba de lo poco que los y nos conocíamos.

Pensaba en él y su hija y sentía como mío su desconcierto y dolor. Ante la muerte de un ser querido, las cosas más simples pueden parecer una montaña. Por eso, al otro día, a la hora del almuerzo, me animé a preguntarles si querrían que les llevara comida y aceptaron. Los ojos del esposo brillaron al sentir el olor a atún y dijo: “A ella le gustaba hacer esto. Muchas gracias”. Cuando la hija vino a devolver el plato, traía un abanico y una caja decorada de regalo que eran de su madre. En un primer momento me negué a recibirlos, pero me dijo que su mamá estaría contenta. Habían comenzado las clases y como soy docente le ofrecí ayudarla cuando tuviera algún problema en la escuela.

Una tarde se acercó a conversar un rato y cuando el padre vino a buscarla, lo invité a quedarse a comer unas pizzas. Se fue muy tarde y repetía: “¡Qué lindo momento! ¿Por qué no lo habremos hecho antes?”. Poco a poco, nuestra relación se hacía más fluida.

Un día me contó que había pedido una misa para cuando se cumpliera el mes de fallecimiento de su esposa. Le resultaba muy importante que la nombraran en las intenciones. Cerca de la fecha, se suspendieron las misas presenciales por el aislamiento impuesto por el Covid 19 y le avisé que el sacerdote la celebraría, y que tendría en cuenta las intenciones anotadas. También, que pedía la presencia espiritual de todos y había enviado la celebración de la Palabra para realizarla en familia. Le pregunté si quería participar con nosotros y aceptó, pero me pidió que la hiciéramos en su casa, en el lugar donde estaban todas las cosas de su esposa, tal como ella las había dejado.

Preparé los elementos indicados para armar el altarcito y las copias de la celebración y por la mañana la hicimos guardando las distancias del aislamiento. Su hija de trece años, leyó el Evangelio y él las intenciones, a las que agregamos en voz alta las personales. En ese clima, ella pidió que su mamá la siguiera cuidando y que nosotros cuatro siguiéramos unidos como familia.

Al otro día, el padre me pidió que le enseñara rezar el Rosario. Ha sido hermoso. Durante cuatro días lo rezamos meditando y explicando cada misterio. Era como una esponja que absorbía cada palabra. Como no tenía rosario, le regalé uno y le presté una Biblia. Por el aislamiento, después lo rezamos todos los días por video llamada. Dice que para ellos se ha transformado en una necesidad y para mí en una ayuda para hacerlo diariamente.

Todo ha sido un regalo de Dios por un pequeño detalle de estar atenta a las necesidades del prójimo. Ha surgido una corriente de reciprocidad: ahora mi vecino, cuando va a comprar, me pregunta qué necesito en este momento de aislamiento obligatorio.

E.C. (Provincia de Mendoza, Argentina)

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