Enrique Rodríguez y Roberto Conde

 
Juntos hacia la meta (25 de mayo de 1973)
Roberto Conde
Roberto Conde

Ese 25 de mayo de 1973 el congreso gen Hispanoamericano había apenas comenzado cuando llegó la noticia imprevista: Roberto Conde y Enrique Rodríguez murieron en un accidente en la ruta, mientras que desde su ciudad, 9 de julio, se dirigían en auto a Buenos Aires para reunirse con los otros gen.
«Para todos nosotros presentes en el Congreso -recuerda Ileana- fue un golpe muy fuerte. Estábamos muy unidos. Sentimos que Roberto y Enrique nos llevaban con ellos, más cerca de Dios».
Enrique, era alegre, vivaz, con mucha iniciativa mientras que Roberto era más reservado, pero siempre en donación y muy sensible. Los caracteres de los dos eran muy distintos y sin embargo sus vidas parecían realmente unidas por un mismo “hilo”.
Como la llamada al Cielo, del mismo modo el encuentro con los Focolares, a los quince años, había sido el mismo día durante una visita a la ciudadela del Movimiento en O’Higgins, Argentina. “Desde ese momento -comentó un gen- se aferraron al Ideal de la unidad y no miraron más para atrás. Podía ser que a veces sintieran que disminuía el entusiasmo o que el camino se hacía más difícil, pero siempre lo volvieron a tomar, con más fuerza y constancia invencible”.
Era mucho más que una simple amistad lo que los unía. “Ambos consideraban fundamental esa unidad para para avanzar seguros en el camino que habían emprendido: el del Evangelio, un Evangelio claro, revolucionario, sin medias tintas, completo, vivido al pie de la letra, con ímpetu, inteligencia y simplicidad”, recuerda ahora Horacio quien compartía esta vida con ellos.

Enrique Rodríguez
Enrique Rodríguez

Pequeñas experiencias que surgen de una vida gastada por un gran Ideal. Pocos meses antes del accidente, los jóvenes gen de 9 de Julio habían ido a participar de la “Operación Feliciano”, en esa localidad entrerriana. Roberto y Enrique se habían puesto manos a la obra para ayudarlos recolectando remedios, ropa, alimentos, dinero, pero no habían podido ir por motivos de trabajo. Entonces habían buscado y encontrado un pobre en su ciudad y durante un domingo, desde el alba a la noche tarde, con la ayuda de otros jóvenes desarmaron y volvieron a armar su casa más fuerte y armoniosa. Al final estaban felices.
Por lo tanto no sorprende que el día de los funerales estuviera la Catedral repleta como nunca. De golpe, Roberto y Enrique, dos chicos desconocidos se habían hecho conocer. No se comentaba el accidente, sino que pasaban de boca en boca los episodios de su vida. Eran muchos los jóvenes con lágrimas en los ojos, y sin embargo e clima no era el típico de un funeral donde el dolor lleva a cerrarse en sí mismo. El dolor estaba, pero pleno de paz, de esperanza.
Al día siguiente el diario local decía: “… Enrique y Roberto fallecieron, pero en el ambiente ciudadano permanece el reconocimiento hacia ellos, el mérito de su vida que está presente en muchos jóvenes. Podemos decir que dieron la vida por sus hermanos. Y el Evangelio dice que no hay amor más grande que este”.

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