Palabra de vida – Septiembre 2016

 
“Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios” (1 Corintios 3, 22-23)

Estamos en la comunidad de los cristianos de Corinto, muy vivaz, llena de iniciativas, animada en su interior por grupos relacionados con diferentes guías carismáticas. De estas surgen también tensiones entre personas y grupos, divisiones, culto de la personalidad, deseo de sobresalir. Pablo interviene con decisión recordando a todos que, en la riqueza y variedad de dones y de líderes que posee la comunidad, algo muy profundo los une: la pertenencia a Dios.

DSC06007Una vez más resuena el gran anuncio cristiano: Dios está con nosotros, y nosotros no estamos perdidos, huérfanos, abandonados a nosotros mismos, sino que somos hijos suyos, le pertenecemos. Como un verdadero padre él cuida a cada uno, y no nos deja faltar nada de lo que necesitamos para nuestro bien. Es más, es generoso en el amor y en la donación: “Todo les pertenece a ustedes –como afirma Pablo– el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es de ustedes”. Nos donó incluso a su hijo, Jesús.

Qué inmensa confianza de parte de Dios al poner todo en nuestras manos… Cuántas veces, en cambio, abusamos de sus dones: nos creímos dueños de la creación hasta saquearla y desfigurarla, dueños de nuestros hermanos y hermanas hasta esclavizarlos y masacrarlos, dueños de nuestras vidas hasta consumirlas en el narcisismo y la degradación.

El don inmenso de Dios –“Todo es de ustedes”– reclama gratitud. A menudo nos lamentamos por lo que no tenemos o nos dirigimos a Dios sólo para pedir. ¿Por qué no mirar a nuestro alrededor y descubrir lo bueno y lo bello que nos circunda? ¿Por qué no darle gracias a Dios por lo que cada día nos brinda?

Ese “todo es de ustedes” comporta una responsabilidad. Nos exige cuidar lo que nos ha sido confiado con premura y ternura: el mundo entero y cada ser humano. Nos exige el mismo cuidado que Jesús tiene con nosotros (“ustedes son de Cristo”), el que tiene el Padre por Jesús (“Cristo es de Dios”).

Tenemos que saber alegrarnos con quien está alegre y llorar con quien llora, dispuestos a acoger todo gemido, división, dolor o violencia como algo que nos pertenece, y compartirlos hasta transformarlos en amor. Todo nos es dado para que lo llevemos a Cristo, es decir a la plenitud de la vida, y a Dios, o sea su meta final, para darle a cada cosa y a cada persona su dignidad y su significado más profundo.

Un día, en el verano de 1949, Chiara Lubich advirtió tal unidad con Cristo que se sintió como esposa del Esposo. Pensó entonces qué dote hubiera podido llevar y comprendió que debía ser toda la creación. Por su parte, Él le habría dado en herencia el Paraíso. Recordó las palabras del salmo: “Pídeme, y te daré las naciones como herencia, y como propiedad, los confines de la tierra” (Salmo 2, 8). “Creímos y pedimos y nos dio todo para llevarlo a Él y Él nos dará el cielo: nosotros, lo creado; Él, lo Increado”.

Hacia el final de su vida, refiriéndose al Movimiento al que le había dado vida y en el que se veía a sí misma, Chiara escribió: “¿Cuál es mi último deseo? Querría que el Movimiento en el final de los tiempos, cuando esté esperando presentarse frente a Jesús abandonado-resucitado, pueda repetir, haciendo propias esas palabras del teólogo francés Jacques Leclercq, que siempre me conmueven: ‘Ese día, Dios mío, yo iré hacia ti… Iré hacia ti con mi sueño más alocado, llevarte el mundo en los brazos’”1.

Fabio Ciardi
Director del Centro de Estudios del Movimiento de los Focolares

1.El grito, Chiara Lubich, Editorial Ciudad Nueva.

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